Había una vez en el teatro sólo dos géneros: tragedia y comedia. En la tragedia, el héroe era arrastrado hacia su fin por una falencia inherente a su carácter. En la comedia, sucedía todo lo otro; todo lo que no era tragedia. Y punto. En algún momento, unos protochuquis, unos juguetes lumínicos para divertir a los niños, se convirtieron en cine y el cine asumió también sus propios géneros. No eligió dos, sino cientos: el western, el drama psicológico, el terror, la comedia romántica, el drama de época… ¿Cuántos son realmente los géneros en cine? Los azafatos de la empresa Balut, el micro que me lleva al festival de Rafaela, responderán la pregunta. Nos esperan nueve horas y en vez de estudiar texto, dormir o departir amablemente con mis compañeros el destino incierto de la política, de nuestro arte o del clima que promete nieve y sólo da fresquete, Balut bombardea con películas de subgéneros ignotos. Siento una rara felicidad esnob: se trata de películas que no iría a ver. El viaje tendrá algo de aprendizaje.
En su iluminada Tesis sobre el cuento, Piglia explica que en todo relato se narran siempre dos historias: una aparente, superficial, y otra escondida, codificada, que es la que garantiza la tensión de ese relato. Para Borges, “la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.”
¿Habrán imaginado Borges o Piglia, lo que Balut tiene en mente? ¿Cuál es ese subgénero que combina nerds y soldados yanquis en el desierto de Afganistán buscando al Angel Caído en el sótano de una base alquilada por curas a unos talibanes invisibles? ¿Cómo se llaman las cuatro comedias románticas con espías, tecnología, rubia tonta enamorada y gente que muere entre un conato y otro del romance? ¿De qué género principal es desviación la del carismático hombre armado con coraza de hierro que se burla del patriotismo americano (me encanta Robert Downey Jr.) y que sin embargo ofrece un muestrario colorido de armamento financiado por el Pentágono para que los niños abriguen el deseo último de llevar pistolas a la escuela? Son tres películas de ida y cinco de vuelta. Elijo mi género bastardo favorito: el de autos de carrera, patovicas multiétnicos que no caben en esos autos, paisajes de cornisa, Ana Lucía de Lost que ha perdido la memoria, rusos malísimos y –la cereza del postre– el inacabable traductor de Google. Cuando en los subtítulos que adornan la versión del film (pirateada en vivo de una sala en Moscú) el héroe le espeta al villano: “¡Eso es vejiga estúpida!” despierto, aguijoneado, de la ilusión creada por el género y dirijo la vista a las ventanillas del micro. Afuera rezan en silencio los campos grises devastados por la soja.
No sé cuántos sean los géneros. Pero no cabe duda de que su objetivo es distraer la mirada. Por un rato.