Desde hace años, tal vez más de diez, en los ratos perdidos voy escribiendo algo que no sé bien qué es, y a la vez lo sé perfectamente porque ya está escrito, de antemano. Tampoco sé por qué hago o rehago lo que ya fue hecho. Como si se tratara de volver a dar brillo, lustre y esplendor a los hitos de un tiempo antiguo.
El objeto de reescritura en cuestión es la Pinacoteca de los Genios, que aquí importaba o editaba la editorial Codex, una serie de fascículos que inicialmente comenzaron a publicarse en Italia, dirigidos a difundir las producciones estéticas, las biografías y el sentido de la obra de grandes artistas de la pintura occidental, desde, digamos, el siglo XIV hasta nuestros días. Con notoria preeminencia de los italianos, claro. Quizás esa idea a la vez enciclopédica y divulgadora haya desaparecido en estos tiempos, donde la búsqueda y la espera, el error, el errar y el descubrimiento fortuito, sucumbieron a la inmediatez de la respuesta que ofrece la inteligencia artificial. Pero yo recuerdo –yo recuerdo, yo recuerdo aún– el placer familiar, compartido, cuando escuchábamos el golpe contra la puerta del paquete envuelto que lanzaba el kiosquero y que contenía el diario matutino (más El Mundo que Clarín), las semanales Billiken y Anteojito que consumíamos mi hermana y yo, la revista Burda, que era materia de consulta o de padecimiento de mi madre, obligada luego a reproducir a fuerza de lana y agujas de tejer algunos modelitos de echarpe o de pullovers, y el fascículo semanal de la Pinacoteca de los Genios, que traía siempre un nuevo nombre de un pintor extinto. Conocido o desconocido, pero siempre genial, validado por el título de la colección.
La idea de adquirir esos fascículos y formar la colección había sido de mi padre, eterno diletante de las artes y las disciplinas todas. Escribía poemas medio flojones y diarios de viaje; se dejaba el bigote finito como un cantante de tangos de la época, ¿Roberto Rufino?, al que imitaba en las fiestas de fin de año para escándalo de mi abuela tan modosa ella; en vacaciones, a causa de su reciente pasión arqueológica nos hacía escarbar entre el polvo y la mica de las sierras cordobesas buscando puntas de flecha y restos de cacharro de la civilización comechingona; y en sus años tardíos se dedicó a pintar y esculpir rarezas geométricas bajo el influjo de un discípulo oriental de Torres García. La escena era siempre igual. Desplegado sobre la mesa cada nuevo fascículo, volvíamos a las páginas satinadas, brillantes, olorosas a tinta de imprenta, y mi padre trataba de interesarme en los contrastes de luz y sombra, los misterios de la perspectiva, las sutilezas de las líneas, la evanescencia o contundencia de los cuerpos, la materia misma de la pintura, el grano, el trazo del pincel, cosas todas que me resultaban absolutamente indiferentes porque a mí lo único que me importaba era el relato posible que tramaba la escena de cada lámina, los castillos misteriosos y envueltos en nubes, las capturas de ninfas por soldados, la expresión tentadora de los faunitos contemplando la entrega lánguida de rotundas damiselas envueltas en tules semitransparentes –lo que mi pintor favorito, Gulley Jimson, con libertaria vulgaridad literaria llama “gordas en cueros”. A cada cual lo suyo.
Años más tarde, aquellos fascículos, muchos de ellos amarillentos o ajados por el tiempo, terminaron en mi casa. Un día, sin un porqué, comencé a revisarlos. Lo primero que advertí fue algo que ya sabía y a lo que en aquellos tiempos no le había prestado atención: el relato estaba incluido dentro de sus páginas. Cada fascículo contaba con una biografía de cada pintor, y pormenorizados análisis estilísticos de su obra. Además, como frutilla del postre, sesudos juicios analíticos sobre su valor desde la perspectiva del siglo XX. Sin saber bien por qué, o tal vez sin necesidad de explicármelo demasiado, comencé a leer las biografías, a resumir o extrapolar o combinar o mentir, a tomar una pincelada, un pequeño fragmento aquí, otro más allá, y en un camino que baja y se pierde en los años, me dediqué a reescribir o inventar mi propia colección, bajo la sospecha, más bien la certeza, de que nunca el tiempo pasado es un tiempo ido.