Lo expuso magistralmente Natalio Botana en El orden conservador: con la llegada de Julio A. Roca a la presidencia, en 1880, la Argentina se reorganizó desde la periferia (las provincias) hacia el centro (Buenos Aires). Nada es comparable con el presente. Sin embargo, la movida del PRO con el gobernador radical Colombi en Corrientes y su posible alianza con Aguad y Juez en Córdoba hacen pensar que las provincias y sus dirigentes pueden pesar mucho en el escenario político nacional. El kirchnerismo fue antifederal en el sentido más obvio: sometió a las provincias con el intercambio de obra pública por fidelidad a toda prueba.
Ahora, una provincia importante por su peso electoral como Córdoba podría convertirse en patio de un ejercicio de camaradería entre el radicalismo y el PRO, contra la opinión de otros sectores que hasta el momento revistan en el Frente Amplio Unen (FAU), y contra las declaraciones explícitas de varios dirigentes de primera fila de la UCR, del GEN, de Libres del Sur y de Proyecto Sur.
Sobre Juez, sólo puede decirse que se dirige a sí mismo, con lo cual sus decisiones, aunque pueden afectar al FAU, no ponen en peligro un partido de presencia nacional como el de los radicales. La movida de Aguad al acercarse a Macri mejora su situación provincial, pero también lo enfrenta (hasta el momento) con otros dirigentes cordobeses. Mario Negri, a quien la UCR prefirió como jefe de la bancada radical en Diputados, no ha abierto todavía las puertas a Macri.
Quizás el lector se aburrió con este ballet confuso. Pero así son las cosas cuando la política se concibe solamente en términos electoralistas. Le pido, entonces, al paciente lector, que siga un poco más porque voy a plantear una pregunta: ¿es bueno que todos se junten en función de una coyuntura local, aunque al hacerlo se adelanten y probablemente contradigan al partido al que pertenecen y a la alianza nacional que integra ese partido? ¿Es bueno federalizar de este modo la política, cuyo calendario marca elecciones presidenciales en 2015?
Hay por lo menos dos maneras de juntarse. La primera, políticamente productiva, es encontrar puntos de acuerdo en temas conflictivos (no en temas fáciles, porque no vale el acuerdo de que todos defenderán una buena educación o una buena salud pública). La otra manera de juntarse es electoralista y, en ese caso, sólo basta un contrato mínimo acerca de a quién se debe derrotar y quién debe ser el candidato. Así fue la Alianza que llevó la fórmula De la Rúa-Chacho Alvarez (en la que, me apresuro a informar a los esforzados escribientes de las redes sociales, yo no tuve la menor participación ni esperanza). Esa Alianza se armó para derrotar a Duhalde, confundiendo, incluso, la evidencia de que Duhalde era el candidato del PJ pero no el de Menem, que lo esmeriló cuanto pudo. Además de derrotar a Duhalde, esa Alianza se comprometió
a sostener la paridad cambiaria que nos llevó a la crisis. Pese a que Rodolfo Terragno escribió un programa pletórico de buenas intenciones, el verdadero programa de la Alianza era ganar las elecciones bajo el juramento de que mantendría la paridad peso-dólar y después ver.
Fue una alianza puramente electoral, con sus ojos fijos en el pasado, como lo explicó Roy Cortina en una nota reciente. Habría sido mejor que no hubiera existido. Por lo menos hoy, el FAU no se vería obligado a explicar cada dos por tres que no es como esa alianza que terminó en 2001.
Sé que hay gente que piensa, incluso sin malicia, que no hay que volver a mirar la historia. Pienso lo contrario. Se puede usar la historia para manipular y mentir. Pero también pueden tomarse los sucesos de hace una década y media para pensar mejor. De 2001 se aprende que es mortal unir partidos que no comparten estilos ni convicciones.
Alguien podrá decir que hoy la crisis de los partidos nos ha colocado en un más allá de las afinidades en el terreno programático. Los primeros que dicen esto son los dirigentes que no tienen partido sino pistas de aterrizaje o agencias de reclutamiento de “gente conocida”. Es cierto que, en todo Occidente, los partidos sufren mal la emergencia de nuevas formas de lo público. Es cierto también que partidos muy atenidos a sus tradiciones no son hospitalarios con potenciales simpatizantes.
Pero la crisis de los partidos no tiene necesariamente que resolverse con más crisis y más desarticulación. Cuanto peor le vaya al radicalismo, no es mejor para la Argentina. Y si el socialismo no abre sus puertas de par en par, también será peor para aquellos progresistas en busca de un lugar político.
De la periferia al centro, de Córdoba al Comité Nacional de la UCR, avanza el borrador de una alianza con un dirigente como Macri que, aunque sólo fuera por un rasgo, representa él mismo la crisis de los partidos: bien colocado en la opinión pública, no tiene un instrumento político nacional propio y no ha podido construirlo en diez años, en cuyo transcurso ha sumado telefamosos, migrantes del PJ y la UCR y un semillero de deportistas.
El desprecio a los partidos es comprensible. Pero lo es menos cuando no se construye, en su lugar, una alternativa que permita procesar la complejidad de la política. Unirse en contra de De la Sota es un programa demasiado mezquino. Sobre todo si pone en riesgo una alianza un poco más afín en ideas y estilos. Esa alianza no podría consolidarse si dirigentes guiados por el apuro, en nombre del federalismo pero ocupados por quién será el próximo gobernador de Córdoba o el intendente de una ciudad, rifan en la tómbola de las ambiciones personales la perspectiva abierta en las elecciones del año pasado donde, por fin, el centro y la izquierda o la centroizquierda se convirtieron en instrumento de millones de votantes.
Muchos se quedarían sin boleta en las elecciones de 2015. Quizá los que se queden sin boleta no sean tantos como para amenazar a quienes planean unirse con el PRO. Pero seguramente somos algunos.