James Galbraith, economista de la Universidad de Texas en Austin, descubre que el fraude ha sido causa principal de la crisis financiera y que, para enfrentarla, los economistas deberían actuar en la retaguardia, dejando el frente para los criminólogos. Bertolt Brecht sentenciaba años atrás: “Si quieres robar, funda un banco”. Paul Krugman relata que a un escolar se le dijo que escribiera una frase empleando el verbo “to sack” (“saquear” en inglés), y anotó: “Goldman Sachs”.
Krugman –según refiere en su blog– a principios de 2009 era escéptico sobre la capacidad de los grandes bancos para recapitalizarse con sus propias ganancias, pero –dice– estaba equivocado. Porque estos bancos pueden obtener dinero barato –por el respaldo estatal implícito–, de modo que son algo así como máquinas de hacer dinero garantizado, salvo que hagan alguna tontería. Sin embargo, las grandes tonterías están momentáneamente interrumpidas, lo cual resulta bueno para el TARP (Troubled Asset Relief Program, programa para el alivio de activos en problemas), que no perderá mucho dinero (se refiere al recupero en el sistema de rescate con fondos públicos). Pero por lo demás, agrega, “lo encuentro ominoso”. Hemos llegado hasta este desorden porque teníamos una economía “súper financiera”, donde la participación de las finanzas en los beneficios estaba fuera de toda proporción con su contribución real a la economía. ¡Y ahora vuelve a estarlo!
La semana anterior, Obama declaró en Wall Street que los únicos que debían temer a la propuesta de reforma financiera eran aquellos cuyo modelo de negocios se basa en timar a la gente. El viernes 30 de abril, miles de trabajadores sindicalizados y activistas comunitarios protestaron en una “marcha contra Wall Street”. Mientras tanto, el estado actual del trámite de la reforma se corresponde con aquella definición de la política como el arte de lo posible. Los bancos “demasiado grandes para caer” también podrían resultar demasiado grandes para ser limitados por apenas un Presidente de la Unión.
No era la opinión del presidente Andrew Jackson, cuando alrededor de 1830 desafió al poderoso Second Bank, que contraatacó con intentos de contraer el crédito y de expandir los sobornos a legisladores. Uno de los secretarios de Jackson declaró que independientemente de las fechorías del Second Bank, “la mera existencia de semejante poder es inconciliable con la naturaleza y el espíritu de nuestras instituciones”.
En su libro 13 banqueros, Simon Johnson contrasta esta saga con lo que vemos hoy. En marzo de 2009, Obama se reunió en la Casa Blanca con los representantes de los 13 mayores bancos del país. El mensaje de uno y otros a la salida fue que debían ayudarse mutuamente: “Estamos en esto juntos”. En rigor, quienes necesitaban desesperadamente la ayuda del gobierno eran los grandes bancos. Eminentes economistas y aun órganos de opinión como el autorizado Financial Times proponían que el Estado tomase el control de tales bancos, reajustase sus dimensiones, y los vendiera ordenadamente. El salvataje con fondos públicos llegó a tiempo, aunque sin la contrapartida para el gobierno de asegurarse un cambio adecuado en el sistema regulatorio y de control, destinado a impedir la repetición de los vicios que llevaron a la crisis. Seis meses después, cuando Obama en el Federal Hall de Nueva York pidió a Wall Street apoyo para la moderada –para algunos, anodina– reforma que auspiciaba, no estuvo presente ni un solo CEO de aquellos grandes bancos.
Por otra parte, los antecedentes del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, y del Jefe de Asesores Económicos, Lawrence Summers, sus vínculos notorios con Wall Street y aun el apoyo, en épocas de Clinton, a la desregulación de los peligrosos “productos derivados”, no auguraban una postura endurecida para esta batalla. Hubo de ser el legendario Paul Volcker, que dirige el Consejo Asesor para la Reconstrucción Económica, quien enarbolase las banderas de restricciones en serio a los grandes bancos. Con sus 82 años a cuestas, Volcker promueve su caso con discusiones en foros, presentaciones y discursos en numerosas ciudades del mundo: es intolerable, sostiene, que los bancos, objeto de la protección oficial como distribuidores del crédito, reincidan en la actividad especulativa que los llevó a ellos y al mundo a la mayor crisis financiera desde los años 30. “El mismo, el mismo loco afán.”
Volcker convence a Obama y la nueva convicción pasa a discutirse en las Comisiones del Congreso. Ahora, ya decidido el paso del proyecto de reforma financiera al Congreso, la figura fuerte resulta el Senador demócrata Chris Dodd, a quien Simon Johnson considera un genio en táctica legislativa (aunque tímido reformador). Un senador deslizó que el plan “A” fue superado por un más moderado plan “B” y ahora se viene el plan “C”. Alan Abelson, editorialista del semanario financiero Barron’s, recomienda a quienes quieran aventurarse por Washington D.C., armarse de su más confiable matamoscas, tal el grado de concentración de lobbistas que advierte en estos días.
Debido al disimulo con que prolijamente Goldman Sachs ensambló negocios financieros contrarios al interés de sus clientes, propio del modo con que la envenenadora de Montserrat inyectaba su fluido letal en masitas y bombones, fue duramente tratado por Gordon Brown y Angela Merkel. El capítulo norteamericano, coprotagonizado por el financista John Paulson y su escudero Paolo Pellegrini, originó una demanda por fraude iniciada por la SEC (Security and Exchange Comission, equivalente a nuestra Comisión Nacional de Valores) y –esta semana– audiencias en un Comité del Senado presidido por Carl Levin. John McCain dijo que no le quedaban dudas de que el comportamiento no fue ético. “No sólo los tribunales emitirán su veredicto, sino también el pueblo norteamericano…”. La firma había gastado una fortuna para mejorar su imagen.
Goldman conoció días de gloria. Eran los más despiertos de Wall Street. Tenían los mejores contactos con los gobiernos de turno y varios de sus ejecutivos terminaron en puestos clave. Incluido otro Paulson, Henry, el recordado secretario del Tesoro de Bush. La gloria, según Borges, es estrépito y ceniza. En uno de sus mails Lloyd Blankfein (empinado CEO de Goldman) decía sobre el desplome de las hipotecas sub prime: “Hemos perdido dinero, pero ganamos más apostando a la baja”. Y Fabrice Tourre, el muchacho francés también demandado por la SEC, escribía a su novia sobre el producto que ayudó a idear: “Lo veo derribarse a mitad del vuelo”.
Sic transit infamia mundi, según Edgardo Cozarinsky.