Para muchos, el sindicalismo puede ser la piedra del escándalo del “modelo”. Típico pensamiento peronista sobre la ya decaída ascendencia de ese sector dominante, del temor a la presunta hegemonía en las calles, a la movilización colectiva y a la generación de zozobra social. Así lo entendió siempre el finado Kirchner, de ahí que obrara en consecuencia: de propiciar fracturas y divisiones en el movimiento obrero como anteriores gobiernos a privilegiar gremios y dirigentes afines a cambio de suculentas prebendas. Crematística pura, comprar voluntades o, más precisamente, alquilarlas, instalar jerarquías obedientes a su mando.
Nada nuevo: se aprovechó de la naturaleza secesionista del sindicalismo y de la voracidad o egoísmo de sus conductores. La estrategia no era barata, los subsidios y concesiones fueron extraordinarios, pero casi ni se advirtió: eran tiempos de vacas gordas. De ese modo, encumbró figuras como Hugo Moyano y otros de menor figuración, inalcanzables luego para él mismo y sobre todo para su propia esposa. Ahora, con la crisis (alta inflación, caída del PBI y del salario, recesión), no hay billete que garantice silencio o tape la crecida revoltosa. Además, no hay billetes en la caja. Para colmo, los sindicalistas, hasta ahora discretos en la queja –incluido el propio Moyano, quizás por las desventuras que le provoca manejar un club de fútbol como Independiente–, observan una doble rebelión interna que no imaginaban. Y les preocupa.
Por un lado, el creciente peso de las organizaciones de izquierda en las asambleas, el copamiento progresivo en algunos gremios. Y, por el otro, el súbito desbande que observan en los círculos de diversos colores que rodean a Cristina. Algunos ejemplos: el primero y más afrentoso, la imposición del propio peronismo para que Amado Boudou no presida el Senado, hecho brutal en la naturaleza y concepción del poder kirchnerista, algo ligeramente disimulado por las contingencias del Mundial. Otros: los distintos mohínes y en ocasiones críticas que formulan soldados del oficialismo sobre actitudes de la Presidenta, la inquietante fronda que se manifiesta en la Casa Rosada y hasta episodios de tinte menor pero obviamente significativos.
Como lo que dijo un devoto de la mandataria, quizás el más dilecto consultor de Daniel Scioli –al que asiste y persigue casi todos los días, mucho más que sus ministros–, el controversial Alberto Samid, quien, para justificar apertura de anómalos supermercados con precios más bajos en el Conurbano, sostuvo que estos emprendimientos son vitales para auxiliar la angustia de la población; entiende que la recesión hace estragos y que “a la gente no le alcanza lo que gana, apenas si llegan al l5 de cada mes”. Palabras definitorias que ni siquiera pronuncian los economistas destituyentes que denuncia el Gobierno. Quizá Scioli y la propia Cristina le habrán dicho a este particular empresario de la carne: Gracias, Alberto, pero dejá de ayudarnos.
Distraídos, distantes entre sí, los más conflictivos –la troika Moyano-Barrionuevo-Miceli no pasa por su mejor momento de confianza–, algo dispersos “los gordos” y alejada de cualquier posible litigio con el Gobierno la CGT oficialista de Antonio Caló, los dirigentes se concentran en recuperar ingresos para los salarios más altos, afectados por la escala del impuesto a las ganancias. Hace varios meses que aguardan una disposición presidencial, siempre demorada.
Pero esa norma no oculta otras dos cuestiones inminentes, si se considera esa definición “inminente” con tres meses a la vista. Una, la reapertura de las paritarias y, dos, una cláusula que le atribuyen al ministro Carlos Tomada como parte de un compromiso de acuerdo más amplio en materia económica: se trata de fijar entendimientos salariales a partir de la inflación que, se supone, va a venir prescindiendo de los registros pasados (conviene señalar que esta cláusula ha sido bienvenida y requerida por el sector empresarial y apoyada en apariencia por el PRO).
“Paritarias ya” es un eslogan de las organizaciones más belicosas, a menos de seis meses de la firma de los convenios colectivos que hoy rigen (incluso, Sadop ya obtuvo una revisión en ese sentido). Y los sindicatos tradicionales, cercanos o no al Gobierno, observan que esa demanda se comienza a extender ineluctable, como un reguero, en su propio seno. Sin decirlo, adhieren a las palabras de Samid, descreen de los índices que vierte Economía, ninguno dispone de rostro para sostener los anuncios del Indec. Pero tropiezan con la realidad de las suspensiones y los despidos, la falta de actividad, y reconocen que tal vez no sea la mejor época para reclamar mejoras. Unos y otros. Salvo, claro, aquellos de confesión izquierdista, que desde los márgenes comienzan a horadar las estructuras sindicales del peronismo, ganan adhesiones. Nadie podía pensar que la máxima guevarista, “cuanto peor, mejor”, podía ser exitosa en este rubro.
Un dilema central: la reapertura de las paritarias, al menos para el criterio de los que han cimentado poder sindical en estos años con los aumentos salariales que bendijo el Gobierno. Fue una década de cierta holgura, ahora les tocaría perder. Más si prospera la iniciativa de forjar un acuerdo que consagre –con la excusa plausible y ortodoxa de sanear y ordenar la economía– la inflación futura y no la pasada, lo que en castellano también significa perder en materia de ingresos. No en vano algunos esquivan las reuniones de concertación, convocadas o no por la Iglesia (¿o fue sólo política la deserción del oficialista Hugo Yasky a la llamada de Mar del Plata, a la que envió un video con palabras diplomáticas y a la que Caló, otro del mismo refugio, asistió un rato luego de llegar e irse en taxi?).
Cada uno en su laberinto, en sus dudas, más allá de ser gordos o viejos, desacreditados o no, medianamente convencidos de que la transición a 2015 y más allá de esa fecha no se presenta auspiciosa. Al menos, para los que cobran a fin de mes, como diría Samid.