Es fundamental leer Muchacha Punk, y leerlo junto con el ensayo que Fogwill dedicó a Muchacha ojos de papel, la balada icónica de Luis Alberto Spinetta. Entraríamos en Fogwill como historiador de la mujer del Cono Sur: ambos textos marcan a una nueva heroína, sensual y misteriosa, anónima -es decir hecha un poco de todas- que era esa joven que tomaba la calle. Ya no era una nena, y tampoco era una “baby”, como les decían los rockeros de importación: era la chica que ya no tiene como destino la casa o el burdel, sino una aventura propia. El tipo (la voz que narra) se desespera porque no sabe qué quiere: no está buscando marido, no quiere quedarse a dormir (¿a dónde vas?) se le va de las manos. Nadie sabe lo que quiere una mujer, dijo Freud famosamente; ese misterio, en Fogwill, es el centro de la ficción y el cetro que la vuelve irreducible, indomable. (“Una mujer: ¿qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé”, escribe en La larga risa de todos estos años, uno de mis cuentos favoritos de la literatura argentina.) Muchacha Punk marca un estadio superior del romance argentino: es la indeterminación del deseo en la era de la mina que tomó la calle. Esta conciencia feminista de Fogwill atraviesa su obra, de la primera “Muchacha” a los cálculos femeninos en Vivir Afuera: la mujer es un ser imposible de controlar.
“Miren como me ilumino/ y me apago y me hundo/ en el desprecio”: es un verso de un poema que se llama Mayo Francés, del libro de poemas Marcas de Agua. Ahora descubro que sus poemas son ensayos concentrados y es mi Fogwill nuevo, uno que se va haciendo de respiraciones y pensamientos como “Petri dishes” en la hoja. Siempre fui fan del Fogwill ensayista: Los libros de la guerra, la compilación de sus artículos y ensayos, es un tour por los espejitos de colores del progresismo argentino que Fogwill nunca compró. Le interesaba observarlos con la euforia de un entomólogo, lo que le valió el título dudoso de “provocador”: yo creo que honestamente gozaba dinamitándolos con Raid. Por eso creo que vale la pena descubrir al Fogwill ensayista dentro de su poesía, porque sin la risa pirotécnica aflora su obsesión con claridad: pensar la cultura.
Antes de la fiebre de las cancelaciones, Fogwill entrevió que la cultura se había vuelto el lugar donde lavar las culpas. Su superpoder era doble: escribía con todo y contra todos, y sin embargo lo amaban. Si no se moría entonces, probablemente se hubiera muerto de risa al ver la ley promulgada en 2017 por “la derecha”, el gobierno de María Eugenia Vidal, según la cual se debe mencionar que fueron 30 mil desaparecidos. Fogwill siempre dijo que ese número se determinó calculando el 0,1% de la población argentina de entonces para poder llamar, con justa urgencia, la atención de los organismos internacionales, y que luego el número quedó; esto coincide con lo que explica Graciela Fernández Meijide, que formó parte de la Conadep. Gorila con estilo, Fogwill cultivaba amigos peronistas, hizo trabajos para Macri en la Ciudad y nunca conoció la posición santurrona de la defensa de república, aunque sí (como buen inglés) del sentido común. Fogwill amaba escribir panoramas, jugar a Orson Welles con la cámara que va del cielo al subterráneo, la voz que se desplaza entre la luz y la oscuridad de los murmullos, del escondrijo de Los Pichiciegos al frío azul del mar; le interesaba la realidad en su caos porque su estilo era la percepción como sensibilidad pura, y no podía (no sabía) dejarse engañar.
Se cumplen 10 años de la muerte del gran troll avant la lettre: antes de que nos escondiéramos entre avatares y gifs, Fogwill había hecho de la ciudad de Buenos Aires su internet. Te lo podías topar en cualquier lugar, acechando en la sección Literatura Argentina y Latinoamericana para jugar al ajedrez contra tus gustos literarios y la trivialidad de tus creencias. Una excursión a la mítica librería El Crack-Up en la calle El Salvador podía devenir en un mano a mano nietzscheano para el que nunca podías estar preparado. No buscaba evangelizarte con sus ideas, no “militaba” autores, o sí, era impredecible; le divertía más (como buen inglés) actuar como un caballero ante una idea, según Chesterton: “no le importa tanto si una idea es verdadera, como si realmente crees en ella”. Era generoso como nadie: le interesaba que el mundo literario se poblara de fuerzas, de pasiones, de libros y de gente, y gozaba como un niño con su don de lobo feroz, de ser el único aparentemente interesado en discutir y pensar la espinosa cuestión de la verdad histórica en literatura, a la que consideraba un prisma capaz de predecir el futuro. Aunque era un grande, Fogwill nunca llegó a la categoría senior, siempre fue un muchacho punk.
*Escritora (este texto fue cedido en exclusividad por Penguin Random House Argentina).