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Mirado desde afuera, se hacía cada vez más respetable, pero no abundaba para con él el afecto, ni la confianza total. El exilio había llevado a algunos radicales al exterior, pero en esencia los que nos habíamos ido del país proveníamos del peronismo, de la izquierda, o éramos independientes.

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Mirado desde afuera, se hacía cada vez más respetable, pero no abundaba para con él el afecto, ni la confianza total. El exilio había llevado a algunos radicales al exterior, pero en esencia los que nos habíamos ido del país proveníamos del peronismo, de la izquierda, o éramos independientes.
En este ámbito, Raúl Alfonsín era considerado con distinción, sin arrebatos emocionales. Su figura se había catapultado cuando en 1982 fue el primer político de peso en oponerse a la escandalosa tragedia de Malvinas, pero esa mañana del 30 de octubre, cuando tomábamos café y cambiábamos impresiones en un Sanborn’s sobre el Paseo de la Reforma del Distrito Federal, nuestra pasión política estaba encorsetada y mascullábamos nostalgia, irritación y esperanzas. Habíamos ido al consulado argentino en Ciudad de México a que nos certificaran que estábamos a más de 500 km de nuestro lugar de votación.
Imposible votar por Alfonsín ese día, pero sabíamos que el exilio terminaba y llegaba la hora de volver. Nosotros, los que nos habíamos ido del país un año y medio antes de que las Fuerzas Armadas ocuparan el poder, sabíamos que habíamos salido de una Argentina gobernada por los peronistas y que, en ese lúgubre 1974, cuando empezó nuestro alejamiento, ya eran decenas los asesinados a mansalva por fuerzas de tareas comandadas desde la Plaza de Mayo.
Ahora el momento había llegado. Era hora de cerrar una época densa, significativa, formidable y a la vez trágica. La negritud se despejaba, lo siniestro retrocedía.
Es sencillo demostrar que Alfonsín no hubiera significado lo que su figura y su proyección terminaron implicando sin la masiva y movilizada militancia que él supo motivar y que le dio sustancia y carnadura a su marcha a la Casa Rosada.
Pero al final del día, la divisa rojiblanca de su partido, desde cuya identidad activó toda su vida como hombre político, cedió preeminencia a favor del RA, asociado con el país y con la república.
Esa fue su fuerza y su mensaje, entonces imbatible. No sólo se asociaba con el mayor denominador común (sistema y patria), sino que ponía en acto una manera de vivir, experiencia democrática que pulverizaba a un justicialismo inadecuado, antiguo y ambiguo.
Alfonsín era la posibilidad de soñar con lo que durante años había estado relegado e incluso oculto. El peronismo que había hecho implosión de manera sangrienta ya en 1973 no era opción una década más tarde. No lo era porque no se proponía serlo. El aparato político que presumía de monopolizar el favor de los pobres apoyaba en 1983 la autoamnistía que se habían regalado las Fuerzas Armadas al abandonar el poder.
Alfonsín se convierte así, por definición y decisión, en conductor político de una era definida por las rupturas. Quiere ser y será el ciudadano a cargo del Poder Ejecutivo que consume el fin de la impunidad. Firma el decreto de enjuiciamiento a las juntas militares del terror, pero no se olvida de las responsabilidades de los guerrilleros que desde el 25 de mayo de 1973 prosiguieron, impertérritos, secuestrando y asesinando.
La guerrilla, que no quería ni pedía democracia alguna, no se lo perdonó. En 1989, últimos vástagos del ERP atacaron una unidad militar a sangre y fuego (La Tablada), mientras numerosos y calificados remanentes de Montoneros se alineaban con Carlos Menem, que los indultaría meses más tarde, tras mantener promiscuidad con los carapintadas.
Pero Alfonsín venía de otro escenario de valores, configurado por la necesidad de estimular la diversidad y procurar a toda costa la convergencia entre culturas y prácticas diversas. Hay que recorrer el armado humano de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas y el Consejo para la Consolidación de la Democracia para advertir y registrar claramente esa impronta democrática resistida por la fuerte marca autoritaria y corporativa que lo llevó a denunciar el pacto militar-sindical.
Su figura terminaría siendo clave y determinante con los años, sobre todo si se considera la calamidad nacional que era la Argentina de 1983 y la colosal excepcionalidad de un país que, a diferencia de Chile, Brasil y Uruguay, tuvo que abocarse a una transición democrática inédita, sin salvaguardas ni garantías.
La Argentina será en los ochenta el país donde el presidente Alfonsín zamarrea sin miramientos a un fascista párroco militar en medio de una misa, o le pone los puntos sobre las íes, y en la propia Casa Blanca, a un presidente norteamericano abocado al derrocamiento de legítimos gobiernos centroamericanos.
No descuelga cuadros. Alfonsín juzga criminales en uniforme y se aguanta pagar el precio. Va a Cuba, habla con Castro, propicia romper con la Guerra Fría en el hemisferio, y sella el fin de las hipótesis demenciales de conflicto con Chile (Beagle), apostando todo a la apertura democrática en ese país, donde el estado de derecho arribaría sólo siete años después.
Todo llega alguna vez. Este 30 de octubre, la persona a quien la actual farándula periodística denostaba con sarcasmos hace una década, pidiéndole que dejara de salvarnos, el viejo líder es hoy poderoso talismán de energías democráticas, al que ahora se acercan, para validarse, oportunistas que creyeron que se salvaban con los Kirchner, y hasta la propia Presidenta, cuyo homenaje en la Casa Rosada fue un monumental acto de hipocresía concebido para que ella resultara beneficiada del prestigio de un hombre que debe ser reconocido en la praxis política y no en los fuegos artificiales del carnaval mediático.
Ahí está él. En su batalla acumula buena dosis de errores y gruesa cosecha de fallas. Nadie mejor para admitir su humana falibilidad. Siempre me impresionó eso en él, tras haber sido privilegiado por su afecto y su respeto sólo desde que perdió todo poder; ha vivido una vida respetuosa y considerada para con sus semejantes.
Encarna aquellos valores de decoro, modestia, frugalidad y respeto que lo convierten en figura dolorosamente asincrónica en la Argentina. El ha sido piloto y camillero, estadista y socorrista, hombre de Estado y gestor de acuerdos que si bien no siempre fueron oportunos, revelaron de manera invariable una visión histórica amplia y generosa para superar los principales y más graves dilemas argentinos.
Ha afrontado, sin embargo, problemas que fotografían de manera lapidaria rasgos aborrecibles del país que no termina de morir, territorio de hegemonías supremacistas y mezquindades insondables.
No ha recibido los agradecimientos de una sociedad civilizada para un hombre que ha cumplido el papel que él quiso, supo y pudo cumplir, paradigma de una época mejor, más sana, más pacífica, superior.
Por eso, yo, libreta de enrolamiento 4.530.522, le digo gracias. Su nombre, Alfonsín, me sabe a libertad.