Las elecciones recientes que dejaron golpeada a la CTA y el ascenso político constante de Hugo Moyano, desde su sindicato de camioneros y la jefatura de la CGT han confirmado, si bien abundan los que lo niegan, que la estructura sindical en la Argentina no ha cambiado en casi sesenta años. Y tampoco va a cambiar, aunque suceden modificaciones por decisión judicial o por parte de la autoridad del trabajo para ampliar sus atribuciones.
La legislación nacida al calor del peronismo no se cambió nunca, aunque si hubo dos intentos de reformulación dentro del modelo. Cuidado, intento de reformulación no es cambio, ya que siempre se mantuvo un sindicato por rama y no se propiciaba la creación de otra central sindical. Ambos intentos ocurrieron durante dos gobiernos de origen radical. El primero durante la presidencia de Arturo Illia, que, a través del Decreto 969, atacaba el centralismo gremial y prohibía la acción política. El segundo es el tristemente célebre acto fallido durante el gobierno de Fernando de la Rúa.
El modelo sindical argentino, actualmente regido por la Ley 23.551 de abril de 1988, sólo una sola vez fue tocado, cuando en 1955 por Decreto 9.270 fue modificado. Por ese instrumento, se estableció la amplia libertad sindical y la creación de dos o más sindicatos por rama de actividad y por ende, se permitían una o más centrales sindicales. Su aplicación no llegó a cumplirse.
La ley en vigencia continúa los lineamientos del decreto de octubre del año 1945 (el 23.952) –que volvió a ponerse en práctica luego de avatares con la Ley 14.455, de agosto de 1958, producto del pacto Perón-Frondizi y ratificada posteriormente, primero en 1973, luego en 1979 con el agregado de las obras sociales; es decir, hace casi 30 años.
Los vericuetos de este recorrido casi lineal y poco conocido por los argentinos fueron expuestos por Santiago Senén González y Fabián Bosoer en Breve historia del sindicalismo argentino (El Ateneo, 2009) y ampliado en el libro reciente de Santiago Senén González y Germán Ferrari (Ave Fénix. El renacimiento del sindicalismo peronista. Entre la Libertadora y las 62 Organizaciones: 1955-1958. Corregidor, 2010), que se presentará en la Biblioteca Nacional el 5 de noviembre. Que conste, esta explicación de por qué se ha fracasado siempre en los intentos de reforma de la legislación laboral es una primicia de PERFIL.
Los únicos que lograron un cambio en la legislación, luego revertida, fueron los militares de la Revolución Libertadora (por pocas semanas). Ni los peronistas ni la dictadura ni los radicales cambiaron nada. Y los radicales, como se ha dicho, intentaron apenas una modificación. El modelo es único: la ley establece un sindicato por actividad. Sólo admite además la inscripción gremial sin mayores atribuciones.
Los pilares de esta estructura histórica y verticalista fueron esa Ley de Asociaciones Profesionales, la de los Convenios Colectivos, que aprobó el Congreso Nacional en 1953 y la que arrancó a la dictadura del general Juan Carlos Onganía, en medio de grandes huelgas y movilizaciones, en 1970: la de Obras Sociales. Sólo algunas veces la coyuntura aceptó independientes y comunistas (la Intersindical de 1957) y en las primeras 62 Organizaciones y comisiones directivas compartidas en parte de las épocas de José Alonso y Augusto Timoteo “el Lobo” Vandor.
La estructura de la CGT que nació en 1930, con algunas divisiones, y desde 1945, no cambió su modelo incluso en las divisiones en tiempos de la CGT Azopardo y la CGT de los Argentinos o de Paseo Colón, en 1968, y ahora en 2010, en CGT oficial (Hugo Moyano) y CGT Azul y Blanca (Luis Barrionuevo).
Las políticas de privatizaciones y desregulaciones de los años 90, transformaron una buena parte del sindicalismo anteriormente combativo en un sindicalismo negociador, que buscó adaptarse a las nuevas condiciones y oportunidades que brindaba y sigue brindando el nuevo curso económico. Muchos de los sindicatos preocupados por la reivindicación de los intereses de los trabajadores, cuestionadores de las decisiones adoptadas (privatización, desregulación, limitación del derecho de huelga, etc.) se convirtieron en “sindicatos de negocios”.
El sindicalismo de negociación se dividió en dos grupos. Por un lado, los sindicatos menemistas, que apoyaron sin vacilaciones la política gubernamental, lo que les permitió, entre otras cosas, controlar el sistema de obras sociales; por otro, los sindicatos llamados “de los gordos”, los grandes sindicatos, que ante el amplio apoyo de los trabajadores a Carlos Menem, desarrollaron una táctica de preservación, mostrando cierta autonomía frente al gobierno menemista, volcándose al desarrollo de relaciones de negociación colectiva con las grandes empresas, influenciando a sectores no alineados con el menemismo y conservando buenas relaciones con la oposición.
El sindicalismo de confrontación peronista ortodoxo, localizado centralmente en sectores industriales y del transporte privado, buscó obligar al gobierno de Menem a restablecer el rol privilegiado del sindicalismo en el interior del gobierno y aplicar una política económica de corte más nacionalista.
El sindicalismo peronista de perfil socialcristiano, cercano a la Central Latinoamericana de Trabajadores (CLAT) optó por la oposición frontal al neoliberalismo y sostuvo una línea en la que se combinan el nacionalismo y latinoamericanismo, “economía social de mercado” y la propuesta de una economía de propiedad mixta, “solidaria y humanista”. Ese sindicalismo de confrontación peronista ortodoxo crea en 1994 un grupo autónomo dentro de la CGT, el Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA), y en 1997 se retiran de hecho de la central obrera. Mientras tanto, la CGT oficial pasó a ser controlada por los principales sindicatos, en detrimento del sindicalismo menemista.
Cada uno de estos sectores comenzó a actuar en forma independiente y a poco andar, la CGT se fracturó.
El primero, fundamentalmente apoyado en uno de los sindicatos públicos (ATE) y una de las federaciones de docentes (Ctera), ya en 1991 se separan de la CGT para crear el Congreso de los Trabajadores Argentinos (CTA). Esta se organizó en 1995 definitivamente como Central de los Trabajadores Argentinos (CTA), conducida por el estatal Víctor de Gennaro. En la CTA, confluyeron también una considerable minoría trotskista y comunista, estimada en el 30% del total de sus miembros.
La existencia en los hechos de tres centrales obreras cuestiona el principio de la personería gremial única que impide la formación de más de una confederación general de trabajadores. En síntesis, durante este período, el sindicalismo se divide en un extremo oficialista, la CGT, conservando espacios de poder a la sombra del gobierno; otro extremo de discurso combativo, la CTA; y el MTA compuesto por un conjunto de gremios, básicamente del sector privado, escindidos en 1994 del cegetismo (CGT), menos aquiescente con la política económica del gobierno de Menem.
Ahora, ¿qué puede pasar en el futuro? ¿Se llegará a otorgar una personería efectiva y real a la CTA que ya tiene intervención otorgada por el Ministerio de Trabajo en organismos como el Consejo del Salario Mínimo y se ha visto favorecida por numerosos fallos judiciales? ¿Habrá una ley para admitir dos o más sindicatos del mismo ramo? Las dos circunstancias tienen que tomar en cuenta cómo piensan los partidos políticos de la oposición en el momento de otorgar una personería. El resultado casi inevitable será una confrontación seria.
El panorama de las centrales sindicales muestra una tendencia hacia la reproducción y conservación de los grupos de conducción. En efecto, en las elecciones gremiales más relevantes que tuvieron lugar durante la crisis de 2002, se confirmó la generalizada tendencia a la reelección de las conducciones gremiales. De un total de diez elecciones gremiales que se registraron en ese año, en ocho de ellas los dirigentes fueron reelectos, mientras que en sólo dos hubo recambio en la conducción.
En la opinión pública, la imagen del sindicalismo no escapa a las sucesivas crisis que afectan a toda la dirigencia del país. Según un sondeo realizado por el Centro de Estudios Nueva Mayoría en junio de 2002, nueve de cada diez personas tienen una percepción desfavorable sobre sus líderes. Si bien la imagen del sindicalismo ha pasado por el punto más bajo desde fines de 1999, se encuentra en el mismo nivel que los partidos políticos y el Congreso, en un contexto de desprestigio generalizado de los representantes políticos. Nada indica que la credibilidad del sector haya variado sustancialmente, aunque de modo episódico produzca hechos de movilización que parecerían indicar una mayor adhesión a sus propuestas.
Es importante señalar la insuficiencia de las estadísticas sobre la cantidad de afiliados, tanto de las organizaciones sindicales como de los núcleos que las integran. Las cifras oficiales que corresponden al año 1994 ascienden a 4,4 millones de cotizantes. La falta de precisión de los datos coincide con el ánimo de los dirigentes sindicales de “inflar” o exagerar sus padrones para demostrar más poderío, mayor preponderancia en los congresos cegetistas, evitar pérdidas en contribuciones a obras sociales u ocultar la falta de reacción ante despidos empresarios. Hace ya lejanos años que un gremio emblemático, la Unión Obrera Metalúrgica, se adjudicaba 300 mil afiliados. En tanto, los padrones de la CGT le otorgaban 220 mil; mientras que los delegados y activistas señalaban que la cifra real de trabajadores oscilaba entre 150 mil y 100 mil. La cifra hoy sigue en debate. Un estudio indica que “probablemente esta tasa haya disminuido después de 1994, como resultado de la creciente desocupación, el trabajo en negro y el trabajo asalariado encubierto como ‘autónomo’”. Pero es difícil hoy, como ayer, tener cifras precisas.
*Periodistas.