La relación con la ciudad siempre tiene algo de inexplicable, o tal vez de incomprensible. Por ejemplo, conozco una pareja de médicos que organizan su mapa en función de los hospitales. Si uno les dice: “Me mudé a Heredia y Fraga”, responden: “Ah, cerca del Tornú”, y así sucesivamente con cada nosocomio. Debo pertenecer, quizás, a esa misma familia de excéntricos, porque no imagino las ciudades sin las librerías, en especial las librerías de viejos. Muchas veces pienso que si tuviera que elegir un lugar para vivir, fuera de Buenos Aires, sería en el D.F. mexicano, cerca de la calle Donceles, en el centro histórico. En Donceles, a lo largo de cinco o seis cuadras, hay una librería de viejo al lado de otra, de tamaño algo inhumano, llena de hallazgos inesperados. En la avenida Alvaro Obregón, siempre en el D.F., en la colonia Roma Norte (mi barrio favorito en la ciudad), hay también algunas librerías de viejo, más pequeñas pero hermosas. Recuerdo la primera vez que llegué al D.F. Mi hotel estaba precisamente en la avenida Alvaro Obregón. Viniendo del aeropuerto, el taxi dobló por esa avenida, frenó en un semáforo, y vi frente a mí una librería de viejo con una vidriera magnífica. Y pensé: “Ojalá el hotel quede cerca de acá”. En ese momento, el taxista dijo: “Llegamos”. Creo que allí me enamoré del D.F. (la librería Salvador Novo, más alejada del centro, también vale el viaje).
No suelo madrugar (la mañana es contradictoria con la literatura) pero sólo lo hago los domingos, cuando estoy en Montevideo, para ir a la feria de Tristán Narvaja (una vez en la librería Rayuela me quedé dormido con un libro en la mano. Tengo dos amigos que pueden atestiguarlo). La Habana no tiene buenas librerías: casi todas están desiertas, los anaqueles casi vacíos y con libros uniformes, como si no quisieran que hubiera lectores. Lo interesante del comunismo es que sigue pensando que un intelectual o quien lee libros es alguien potencialmente sospechoso, crítico, peligroso (tan sólo por esa ilusión –que el capitalismo comprobó falsa– valdría la pena ser comunista). Pero en la puerta de la librería La Moderna Poesía me saqué una foto con Antón Arrufat; eso, y una primera edición de Pequeñas maniobras de Virgilio Piñera, que compré de cachet bajo el Palacio del Segundo Cabo, justifica mi imborrable recuerdo de ese viaje. Mucho antes había estado en Moscú, en septiembre de 1989. La URSS ya estaba a punto de desintegrarse, pero todavía gobernaba Gorbachov, y pese a la glasnot todo funcionaba un poco como antes (es decir: nada funcionaba). Usando como mapa el relato que hace Isaiah Berlin de su encuentro con Ana Ajmátova, me encontré en la peatonal Arbat con la librería más grande que vi en mi vida: dos o tres manzanas de libros baratísimos (antes de la caída del Muro, Moscú era regalada) pero todos, absolutamente todos, en ruso (igualmente compré un libro, al azar, porque me gustó la tapa).
Viajé mucho a Nueva York, tengo abuelos, tíos y primos en esa ciudad. Pero hace años que no voy: no toleré la refacción de Strand, hasta entonces la mejor librería de viejo del mundo. Las playas de Río de Janerio no tiene ningún interés, pero sí los libros en lenguas extranjeras de la librería Leonardo da Vinci, en el subsuelo de una galería modernista en decadencia. En San Pablo las librerías de viejo del centro son grandes, buenas y algo feas. Pero quedan no lejos del barrio japonés, y eso les otorga un encanto culinario único. Sin embargo, aun en crisis, no hay ciudad con librerías de viejo como París. Pero eso quedará para otra crónica: me acabo de enterar que en la librería de la lejana calle Boyacá, casi Juan B. Justo, están poniendo libros que compraron de la biblioteca de un célebre editor muerto. Parto hacia allá.