COLUMNISTAS
sonidos sin sentido

Hablando en gibberish

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El inglés John Berger, talentoso escritor, pintor y crítico de arte (entre sus muchas obras se cuentan novelas como G., Hacia la boda y De A para X, y obras de teatro, como la impresionante Puerca Tierra, que pudo verse hace unos años en Buenos Aires por un notable elenco británico), contó una vez un sueño propio. Ese sueño transcurría en un país donde, por decreto, toda palabra hablada, escrita o pensada debía canjearse por lo que ella significaba. Si alguien pensaba o decía “árbol”, el árbol aparecía de inmediato. Si se decía “mañana”, la mañana se hacía realidad. Si se mencionaba la tristeza, ésta ganaba los corazones. Y así con todo. “Las palabras no podían existir sin apoyo”, contaba Berger. Se impedía así que hubiera inflación de palabras o que éstas perdieran su significado debido al abuso y la manipulación.

La presidenta de Argentina no podría haber gobernado ese país ni vivido en él. Sus palabras, como la moneda que su gobierno emite sin control, casi nunca se condicen con la realidad ni se canjean por su significado. El 1º de marzo, en la ritual apertura de las sesiones anuales del Congreso, volvió a emitirlas caprichosamente. Habló de un país mágico, sin inflación, sin inseguridad, sin un deterioro educativo terminal, sin transportes en los que la gente viaja hacia la muerte, sin pobreza estructural (esa pobreza que ya es parte del sistema y no desaparece). Habló para los fanáticos que creen en lo que no ven, sino en lo que el “relato” indica, dogmáticamente, que se debe creer. Como ocurre con la inflación económica, caracterizada por una circulación desmedida de billetes que carecen de valor real, la mandataria acentúa en cada intervención la inflación verbal a través de un discurso siempre interminable, siempre retórico, siempre pretendidamente pedagógico, siempre de una ironía primitiva y elemental. Rodeada de cortesanos que, adiestrados como el perro de Pavlov, aplauden cuando escuchan la señal correspondiente, ella misma parece creer en la excelsitud de sus palabras y, sin nadie que le advierta el error, sigue adelante en la depreciación del lenguaje.

Lo curioso no es el aplauso pavloviano de los creyentes, sino el hecho de que, a esta altura de las evidencias, haya comentaristas políticos críticos del Gobierno, algunos intelectuales que se pretenden instrumentados e incluso políticos opositores que se refieran a la titular del Poder Ejecutivo como una “buena” o “excelente” oradora. ¿Qué hace a un buen orador? En mi opinión, la corrección de su sintaxis (recordemos que la sintaxis es la parte de la lengua que estudia la forma en que se relacionan las palabras que aparecen en una misma frase o párrafo), el conocimiento del significado (o los significados) de las palabras que se emplean, la correlación entre esas palabras y aquello que nombran, el apropiado uso de las metáforas, el evitar las jergas ya sea populacheras, elitistas, intelectuales, científicas o económicas, dirigirse a todo su auditorio y no sólo a una parte de él, no mentir, no manipular, no tergiversar significados ni citas, citar apropiadamente y no al voleo, no inventar cifras o datos sobre la marcha sin fundamentarlos, no sacar de contexto cifras, datos y declaraciones, no agredir verbalmente a quien no está presente para defenderse o no puede hacerlo porque no tiene acceso al mismo micrófono que el orador.

Podría agregar más atributos, pero lo dejaré ahí. Comparemos cualquier discurso de la supuesta “excelente oradora” con aquellos requisitos y lo que queda por pensar es que quienes elogian su estilo discursivo (aun aquellos que se muestran en las antípodas de su pensamiento político e ideológico) están ellos mismos “flojos de papeles” en cuanto al conocimiento y uso del lenguaje. Quizás no saben escuchar, quizás escuchan (o leen) con temor, quizás carecen de argumentos sólidos para enfrentar la manipulación verbal evidente de los discursos presidenciales y optan entonces por la rendición. No es buen orador el que puede hablar dos horas seguidas sin leer, el que suma palabras aunque las encadene de manera muchas veces precaria. Y mucho menos lo es quien hace todo eso con un fin: confundir, evadir la realidad, deformarla, dejar afuera la verdad y la realidad.

Según se cuenta, hace cientos de años un místico sufí llamado Gibere inventó un lenguaje basado en sonidos carentes de sentido que, simplemente, deben encadenarse y articularse a toda velocidad con una entonación que los disfrace para que suenen como un discurso lógico en un idioma extraño. Hoy se suele usar el gibberish (nombre de ese “idioma”) como práctica meditativa: vaciar la mente al vaciar el lenguaje y realizar así una suerte de catarsis. Quienes lo usan de ese modo puntualizan el valor terapéutico de quince minutos de gibberish. Dos horas de gibberish para ocultar la realidad de un país en crisis no es terapéutico, sino tóxico. Y más aún cuando hay quienes dicen entenderlo y se lo creen.

*Periodista y escritor.