Un fin justo, ¿justifica medios injustos? ¿Se puede ignorar la perversidad del poder, cuando se es parte de él? ¿Caben en la actividad política, las objeciones morales? ¿Es posible que la lucha por la libertad termine en mayor totalitarismo? ¿Se justifica un cierto grado de mentira, en nombre de la verdad? ¿La vida humana carece de valor cuando se proclaman causas, que se invocan como trascendentes? Dos obras de teatro que se encuentran en este momento en cartel en Buenos Aires transcurren durante distintos y significativos momentos de la historia humana y plantean estos y otros interrogantes, ante los que es imposible permanecer indiferentes, y mucho menos cuando se trazan en un tiempo político y social especialmente convulsionado y definitorio.
Aunque sus tramas no transcurren en nuestro país, los autores de ambos dramas son argentinos y dan la razón a filósofos y autores de la Grecia antigua (cuna de la tragedia como género), que, ya cinco siglos AC, veían en el teatro algo más que un simple entretenimiento: un espacio de catarsis, de educación y de reflexión política. Buena parte de las grandes creaciones de la época (así como las tragedias de Shakespeare, el gran heredero de aquella cuna) se refieren al precio y las consecuencias del orgullo y la soberbia (hybris), de la ambición y de la voracidad por el poder, de la aceptación de las leyes naturales y de las humanas o de su transgresión. Esas cuestiones, así como las respuestas a las preguntas que inauguran esta columna, se pueden rastrear en El cazador y el buen nazi, de Mario Diament (en el teatro El Tinglado) y en Brutus, de Oscar Barney Finn y Marcelo Zapata (en la sala Payró).
¿Así que esto no es hiperinflación?
La primera de estas obras confronta por un lado, al judío ucraniano Simón Wiesenthal (1908-2005), quien tras su cautiverio en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen dedicó su vida a la caza de los nazis dispersos por el planeta (muchos de ellos, amparados por gobiernos como el argentino de aquel tiempo), y por otro lado, al alemán Albert Speer (1905-1981), padre del monumentalismo arquitectónico nazi, ministro de Producción y Armamento de Hitler y cerebro gris del régimen. En el diálogo entre ambos, se eleva de manera contundente y demoledora el tema de la responsabilidad, que más allá de genocidios devastadores y brutalidades colectivas, es siempre individual, porque en la apelación a la responsabilidad colectiva se escudan y diluyen los responsables de carne y hueso. Dirigidos por Daniel Marcove tanto Jean Pierre Noher (Wiesenthal) como Ernesto Claudio (Speer) ofrecen encarnaciones extraordinarias de sus personajes, y la contienda ideológica y moral de estos alcanza una potente mixtura de reflexión y emoción que dejan al espectador sin excusas: en donde hay totalitarismo, corrupción, violencia, crimen y destrucción de los cimientos de una sociedad nadie puede alegar ignorancia, nadie puede ni debe mirar hacia otro lado.
Brutus es, a su vez, una tragedia de corte hamletiano, en la que Marco Junio Bruto, uno de los participantes en la conspiración que terminó en el asesinato de Julio César (marzo del 44 AC), se resiste a ese crimen atormentado por su propia conciencia. Matar a César era impedir que éste se consagrara como dictador y significaba rescatar a la República. El final fue otro, sangriento. También en este caso un texto agudo, que encuentra un lenguaje ajustado y funcional para exponer los dilemas políticos y morales que cercan a los conspiradores, llega al público (con dirección de Barney Finn) a través de interpretaciones notables, especialmente la de Paulo Brunetti, quien transmite y actualiza el drama interno de Bruto. Quien asista a la representación saldrá de la sala con muchos de los interrogantes que acosan al protagonista, y que hoy y aquí pueden resumirse así: ¿vale la inmoralidad de los medios con los que, en nombre de la república, se aspira a poner fin a un largo período de corrupción, ruina social, oscuridad moral, latrocinio y nepotismo? Y si vale, ¿quién ejecuta esos medios? ¿Y qué dice su conciencia?
Hacer teatro es, a menudo, entrar en la sombra de los individuos y de la sociedad. Esa sombra hoy y aquí tan oscura.
*Escritor y periodista.