Puede un gobierno decirle “háganse cargo” a la mayoría que lo eligió? “Cambiemos” fue un llamado a votar por una opción diferente a la que pretendía continuar como “modelo” definitivo. Pero los oídos sensibles de los ciudadanos podían también escuchar el eco del eslogan como una voz interior, más íntima y personal: “No aceptes más de lo mismo como si fuera inevitable, dejá de esperar lo que nunca sucede, sacate de encima la abulia, el
dogma, el discurso cerrado, las verdades absolutas, arriesgá a ver qué pasa con eso que querés, es todo incertidumbre, da miedo, sí, reconocer que estás harto hasta de vos, de tus quejas, pero, ahí va, de nuevo, ¿qué vas a hacer con eso que sos, con tus sueños, con lo que deseás?, ¿estás dispuesto a mirarte al espejo y a decirte a la cara: “cambiemos”?
Son preguntas delicadas. Las respuestas, y las consecuencias, pueden llevar a la caída de muros ideológicos, de creencias religiosas, a divorcios, separaciones de amigos, de parientes, de ciudades, de países, a reconocer errores, a admitir que la cabeza tiende a dejar de escuchar, a cerrarse, que no agrega lecturas, conocimientos, ni acepta nuevas evidencias, ni somete a pruebas periódicas sus mandatos, sus reglas, sus límites y que, en general, no se atreve a poner en cuestión todo eso que nos confirma en la seguridad de nuestra cueva.
Ahí, adentro, a oscuras, con los años, el carácter se agrava, dejamos de reír, de agradecer, de imaginar, de celebrar. Nos entregamos mansamente a una rutina compartida con las cuevas en red. La conciencia se duerme a la luz de la tele y sus voces nos cantan una conocida canción de cuna, sobresaltada de gritos, declaraciones, vómitos, denuncias. El prejuicio nos arropa y protege. Los malos, los que piensan distinto, están afuera. Mañana será otro día. Igual.
Hay toda una vida que se va dejando lentamente atrás, una manera de ser y estar en el mundo, de pensar, de creer, porque uno “la sabe”, “la tiene clara”, pero por las dudas no se descarta nunca de los comodines que le hacen el juego a la conciencia. “No hay otra”, “hago lo que puedo”, “te parece a esta edad”, “ya fue”, “se dio así”. Cada noche nos sacamos la bolsa de culpa de encima, sin separar los residuos que deberíamos reciclar en casa, y la echamos al contenedor común para que un culpable mayor se la lleve. Huele mal, pero de algún retorcido modo el aroma nos deleita como si oliéramos nuestros ideales descompuestos. Si nadie logra ser feliz, todos somos felices.
“Hacerse cargo” es una síntesis de época. “Hacete cargo”, nos decimos, como una consigna que adjudica responsabilidades ya la vez nos deja afuera de ellas. “No es mi problema”. Nos libera de cualquier compromiso afectivo. “¿Qué tengo que ver?”. Si “no me corresponde” no tengo por qué compadecerme, ni por qué compartir el esfuerzo, la pena o el dolor. La opción a hacerse cargo –“tratar de zafar”– de lo que sentimos, de nuestra responsabilidad, de las obligaciones, desanima y debilita a la vez el tremendo esfuerzo que hacemos para entender qué pasa y por qué nos pasa.
Cada día se destapa un pozo de corrupción. Ahí, adentro, se amontonan negocios fraudulentos, sobreprecios, coimas, sobornos, tipos involucrados en contratos por los que se pagan fortunas injustificadas. Hay mercenarios que ejercen de periodistas “independientes”, estafadores que se ocultan como “comunicadores”, guardaespaldas, policías, jueces, punteros, buchones, miserables, canallas.
Diez años de “menemismo”, más la Alianza, más doce años de “kirchnerismo” después, nos dejaron exhaustos y agobiados por el delito en nombre de la “liberación”, de “la patria”, del “pueblo”, del “proyecto”. La mayoría finalmente se hizo cargo y decidió: “cambiemos”. Así estamos ahora, azorados por lo que al fin se ve y se sabe: que los pozos ciegos del poder estaban repletos de mierda.
Queda por ver y saber cómo daremos respuesta al “cambiemos” interno. Hay que hacerse cargo de lo que elegimos. Si uno cambia, todo cambia, pero ¿ hasta dónde y hasta cuándo nos bancamos nuestros propios sueños y deseos?
*Periodista.