Hace cien años que en la Argentina dejaba de ser alternativa democrática el liberalismo. El Partido Autonomista Nacional que había gobernado al país desde mediados del siglo XIX perdía en 1916 las elecciones contra el Partido Radical liderado por Hipólito Yrigoyen. La ley 8.871 o Sáenz Peña que, entre otros objetivos, apuntó a lograr la protección del sufragio, permitió que se iniciara un proceso de representación de nuevos intereses sociales en el ordenamiento político. De ahí en más los liberales sólo llegaron al poder por vías alternativas valiéndose de los golpes militares dada su casi nula capacidad para ofrecer una propuesta programática atractiva y su escasísimo interés por el juego democrático. Ahora, un siglo después, y tras el fracaso electoral del gobierno kirchnerista que, curiosamente, representaba a una generación llamada a terminar con aquellos gobernadores de facto seriales, vuelven los valores liberales al poder.
Resulta interesante enfocar en esto último. Desde su inicio, el kirchnerismo, al poner énfasis en un claro marco ideológico, recuperado de sus años jóvenes, volvió a impactar, como en aquel entonces, en la estructura partidaria tradicional obligando a reacomodarse al PJ y a la UCR, por un lado y, por el otro, impulsando el fortalecimiento de las ideas ubicadas en el extremo opuesto de la armonía ideológica. Con la nostalgia que inspira para una parte de la sociedad los años 70, Néstor y Cristina alzaron una bandera inspiradora motivando una actitud para nada menor como es la participación en la vida política. Al mismo tiempo que esto ocurría y así marcada la cancha, salieron a jugar los simpatizantes de un marco teórico más conservador surgiendo el PRO como una clara opción para tantos otros. Este proceso de fortalecimiento de la centroizquierda y la centroderecha no se interrumpió en el post kirchnerismo sino que posiblemente, sus drivers de reorganización ideológica se institucionalicen y subsistan definiendo un nuevo paisaje político en la Argentina.
De esta manera Cristina favoreció el regreso al poder de una opción liberal y pudo hacerlo porque ésta, muy contrariamente a sus antecesores del siglo pasado, pudo ofrecer una atractiva propuesta electoral que, curiosamente, ancló en la recuperación de los valores republicanos, en gran medida, porque, la institucionalidad, venía siendo despreciada por el romanticismo setentista. Al mismo tiempo encendió a la izquierda no peronista que hoy construye en Macri a un enemigo perfecto aún a costa de forzar bastante los argumentos en su contra y de perder absolutamente verosimilitud (como cuando lo comparan con la dictadura). Esta oposición y dinámica política es la que más favorece a ambos. En algún punto ambas posiciones se vuelven excluyentes, ordenadoras y complementarias dentro del universo electoral constituyendo, por separado, gran parte de lo que se puede pensar en una sociedad. Es un proceso que claramente desconcierta a radicalismos y peronismos que competían por ver quién decía mejor exactamente lo mismo tratando, ambos, de construir desde sus estructuras partidarias una cobertura de todo “lo pensable”. Hoy “lo pensable” crece desde lugares diferentes y quizás, haya que amigarse con esto que es la grieta.
*Politóloga.