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Hágalo usted mismo

Comencé el año con un ataque de perplejidad. Primero encontré mi nombre en la contratapa de El curandero del amor, el último libro de Washington Cucurto, que ocupó el segundo puesto en la encuesta de PERFIL. ¿Qué hago yo acá?, me dije. Resultó que una frase mía, bastante anodina y mal escrita, integraba una lista de comentarios adversos al autor. “Cucurto escribe mierda”, dice otra y una tercera está extraída de un artículo que era en realidad ampliamente favorable.

Quintin150
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Comencé el año con un ataque de perplejidad. Primero encontré mi nombre en la contratapa de El curandero del amor, el último libro de Washington Cucurto, que ocupó el segundo puesto en la encuesta de PERFIL. ¿Qué hago yo acá?, me dije. Resultó que una frase mía, bastante anodina y mal escrita, integraba una lista de comentarios adversos al autor. “Cucurto escribe mierda”, dice otra y una tercera está extraída de un artículo que era en realidad ampliamente favorable. ¿Debería sentirme ofendido?, dudé. ¿Honrado? ¿Indiferente?, para concluir que no hay una actitud digna frente a las operaciones de marketing. Lo saben bien los críticos de cine, habituados semanalmente a que las empresas distribuidoras adulteren sus textos sin permiso.
Un rato más tarde, me topé con una entrevista al escritor en Los inrockuptibles. Inmediatamente me sorprendió esta frase: “Borges era un chorro, era bastante berreta”. Es cierto que después del diario de Bioy, una de las peores traiciones que un muerto le ha hecho a otro, Borges ha quedado bastante desamparado. Me indigné un poco pero me contuve, ya que dos renglones después Cucurto advierte: “No se puede hablar mal de Borges, porque después se recontra enojan mal”. Nuevamente, W.C. me tenía maniatado. Así que seguí leyendo y me encontré con otras dos sorpresas. Una, que en sus libros, “los editores siempre intervinieron mucho”, lo que es raro para una prosa que se supone, como su personaje principal, espontánea y libre como el viento. Llegué a pensar que tal vez Cucurto no existe, que es la pantalla de una operación editorial, como siempre me parece el secreto de esa mujer que inventó a Harry Potter.
Pero lo más fuerte fue leer que su último libro es delibe-
radamente más sencillo, “más llano, más transparente”, y que, además, vendió los libros de los escritores argentinos que admiraba (Viel Temperley, Perlongher, los Lamborghini, Aira, Juan L. Ortiz), porque “no había mucha gente con la cual compartir ese discurso. Como que ahora la cosa va por otro lado”. Allí recordé que, hace unos años, Eliseo Subiela dejó azorados a los que lo entrevistamos con esta frase: “Yo lo admiro mucho a Tarkovsky, pero si lo encontrara por la calle le diría: ‘Cacho, ¿no podés hacerlo un poco más fácil, no tan lento?’”.
Iba rumiando el desconcierto cuando me encontré con una pareja de exitosos editores de literatura argentina. Me amonestaron amablemente por mis razonamientos de vejestorio. “No entendés. Ahora la literatura es así. No es más esa cosa importante, trascendente, sino algo más ligero, como al paso.” Traté de defenderme: “Pero Cucurto ha publi-
cado cosas buenas, como algunos poemas de Zelarrayán, o la segunda parte de Cosa de negros. ¿Por qué defiende estas tonterías de cineasta populista y dice cosas como: “Me di cuenta de que la narrativa llamaba más la atención (…) me terminé tirando a una cosa más liviana”? ¿Por qué publica algo tan espantoso como El ejército neonazi del amor, la segunda novelita de El curandero del amor? ¿Piensa explotar a su personaje, como Caloi a la Mulatona, que se agotó al primer chiste pero ya dura treinta años? Me contestaron: “Es así. La cuestión es escribir. Bien o mal. Ya es hora de que te vayas enterando. Y, de paso, ¿por qué no escribís vos también una novela?”.
Allí empecé a entender. Tal vez los libros no se publiquen ya para ser leídos sino, por un lado, para justificar la existencia de las casas editoras. Pero, sobre todo, para permitirles a los autores ingresar en la comunidad literaria. Siguiendo el método impuesto por el psicoanálisis, el tiempo y el dinero invertidos en la lectura constituyen el derecho de piso que permitirá, algún día, pasar al otro lado del mostrador. Ese sistema está creando una generación de escritores-estrategas felices, integrados y tremendamente perezosos. Algo lógico: como dice Cucurto, “la calidad es algo que con el tiempo no va a importar”.