Aquellos griegos creadores de dioses y de Olimpos, padres de la democracia, adoptaron a Harpócrates como el dios del silencio y del sol naciente. Sabios tipos, aquellos griegos, sabios: profundas razones tenían para hacer lo que hacían. Es que en silencio y gracias a Harpócrates, pasan cosas importantes. En silencio nos enamoramos, en silencio recordamos los consejos de los que se fueron: conducta honorable, honradez intachable, respeto a la palabra dada, decía mi padre. En silencio hace cinco siglos un inglés itinerante recorrió con el príncipe las murallas de Dinamarca y en silencio un español combatiente de Lepanto vio cabalgar a un viejo flaco a lomos de un jamelgo y llevando una lanza en ristre. En silencio antes del último suspiro una voz dolida dijo “¡Ay patria mía!”. En silencio Penzias y Wilson escucharon atentamente y supieron que el “ruido” en el radiotelescopio era el eco del big bang que llegaba hasta nosotros después de miles de millones de años luz. En silencio vuelve a salir el sol después de la oscuridad y el viejo Harpócrates sonríe. En silencio y con lágrimas enterramos a los nuestros, pero en silencio nos levantamos en la noche silenciosa a mirar cómo duermen nuestros hijos, a taparlos si hace frío, a aliviarlos de cobijas si hace calor. En silencio hacemos planes y proyectos, en silencio recordamos nuestras promesas, en silencio nos reprochamos nuestras debilidades, en silencio nos prometemos dar todo lo posible sin esperar nada a cambio. En silencio.