Ahora que frente a cada marcha, disturbio, mudanza de cadáver o piedrazos en canchas de fútbol la televisión renuncia al más mínimo análisis y sólo se dedica a “identificar delincuentes” (palabras textuales del conductor del noticiero de más rating), vanagloriándose, la tele, de llevar a cabo lo que debería ser asunto de la Policía, la SIDE, la Justicia o vaya uno a saber de quién; cumpliendo la televisión la profecía más oscura sobre su lugar central en la cadena de control social; no está demás repasar uno de los puntos de partida de esta larga y eficiente tradición nacional en temas represivos.
En 1891 Juan Vucetich organizó el primer servicio de identificación por medio de impresiones digitales, por encargo de la Policía argentina. Un adelanto cientificotécnico iné-
dito en el mundo. El nuevo procedimiento de reconocimiento, que llamó icnofalangometría o “método galtoneano” estaba compuesto por 101 tipos de huellas digitales que él mismo había clasificado sobre la base de la incompleta taxonomía de Galton. El primero de septiembre de ese año, el método de Vucetich comenzó a aplicarse oficialmente para la individualización de las personas, con el registro de las huellas dactilares de 23 procesados. Desde entonces, todo ciudadano argentino, para llegar a ser tal, debe apoyar sus dedos en el pianito. Luego de intensas investigaciones, Vucetich llegó a establecer que en las figuras dactilares sólo son cuatro las formas fundamentales que se repiten insistentemente: había encontrado la clasificación fundamental del Sistema Dactiloscópico Argentino. A cada una de estas cuatro conformaciones las llamó A-1, I-2, E-3, y V-4, denominaciones que se adoptarían luego a nivel universal.
Los aciertos en la investigación policial, mediante el sencillo y eficiente método dactiloscópico de Vucetich, impulsaron al gobierno a generalizar el procedimiento de filiación: a principios del siglo XX se extendieron las primeras cédulas de identidad en nuestro país y el método argentino –muy superior científicamente a los usados hasta entonces– se difundió por todo el mundo como técnica identificatoria. Por supuesto que la técnica ha avanzado y ahora la Policía sumó también el arsenal ofrecido por la genética (estudios de ADN, etc.), e incluso en estos días se está probando un infalible método de estudio del iris de los ojos para la identificación de personas en los aeropuertos.
Hay que recordar que en la época de Vucetich, la Policía –y el Estado en general– estaba influenciada por las ideas del antropólogo italiano Cesare Lombroso. Según Lombroso, las características mentales de los individuos dependen de causas fisiológicas. Así postuló la existencia de un “tipo criminal” que sería el resultado de factores hereditarios y degenerativos, una especie de criminalidad hereditaria fácilmente identificable por el rostro del delincuente.
Hay una tensión evidente entre Lombroso y Vucetich. Mientras que el primero reconoce al delincuente a partir de una tipología fisiológica (muchas personas tendrían pocos rostros), Vucetich piensa al delincuente como un ser singular, diferente, no reproducible (las huellas dactilares de una persona son únicas). Hijos ambos del positivismo, próceres del protofascismo estatal, sin embargo difieren radicalmente en la relación entre el individuo y la masa, entre lo particular y lo general, entre el original y la copia.
¿Finalmente, qué es lo que hace Vucetich? Usa el poder universal de la técnica para aplicarlo a la identificación individual. Esa técnica –que habitualmente es descripta como perteneciente al orden de lo homogéneo, de lo estándar, del algoritmo; como el resultado de la cadena de producción, de la ausencia de sujeto, de lo inhumano– es puesta al servicio de la metafísica de lo único, de lo inmodificable, de lo que no tiene copia.
Es curioso, pero encontrar lo singular en lo general, lo nuevo en la norma, lo único en la generalidad es a lo que se dedican el arte y la literatura. ¿Y si el arte también tuviera alguna relación con estas cuestiones?