Una se pregunta, cuando le da por preguntarse esas cosas, ¿qué fue lo que llevó a la gente a agruparse en ciudades? ¿La solidaridad, el miedo, la palabra que necesitaba no solo ser dicha sino ser oída? ¿Había que poner una choza al lado de otra, una casita detrás de otra, un piso encima de otro? ¿Cómo tomaban esas decisiones? ¿Quién las tomaba? ¿O quiénes? ¿Era necesario oír la respiración del vecino para dormirse con tranquilidad? ¿Y si el vecino roncaba? ¿Y si hubiéramos hecho otra cosa? Refugios entre los árboles, por ejemplo, y entonces no estaríamos talando el mundo alrededor del Amazonas. Tiendas nómades entre las dunas, escaleras de piedra que nos llevaran del pie a la cima. Familias que se dividen para que un grupo se vaya a vivir más allá, atravesando la salina.
En fin, se me ocurren un montón de posibilidades para reemplazar eso que en el idioma del lugar común se llama “la selva de cemento”.
Y si ciudades han de ser, ¿por qué no arbóreas? Ah, el emperador Ming; ah, Flash Gordon en su nave intergaláctica. ¿Por qué no lacustres? Edificadas en (o sobre, flotando) el agua, digo. Claro que tenerlas, las tenemos, y si no ahí está Venecia y su contraparte tropical, Venezuela (estoy obsesionada con Venezuela pero no te peocupes, Etelvina, ya se me va a pasar). O edificadas en el aire; o invisibles como las de Italo Calvino. O tan extrañas que resulta imposible describirlas.
Pero no.
Esto es lo que tenemos y tenemos autos, ómnibus, colectivos, taxis, minibuses, camiones, una explosión del parque automotor, como dicen los que saben.
Una cuadra = cinco minutos; dos cuadras = once minutos; el Acceso Norte = tres horas; la Autopista del Sur de nuestro amado Cortázar = lo de todos los días, a toda hora, en todo momento.
Y la gente protesta y los diarios dicen que se están elaborando planes para.
¿Para qué? Por lo visto para nada. Para bostezar sobre ellos, parece.