Fueron bautizados por la influyente revista Time en 2013 como la “generación yo, yo, yo”: narcisista, ensimismada, vaga, egoísta y vividora de sus padres. Pero sólo dos años más tarde, el New York Times los definía como “la generación amable”, solidaria, con ideales y convicciones firmes. Los millennials, esos jóvenes de entre 20 y 35 años, que fueron criados por padres comprensivos, consentidores y consumistas y que en su vida adulta debieron enfrentar una de las crisis más severas del capitalismo, no calzan en las matrices existentes.
La generación mejor formada de la historia, en la que los universitarios superan el 50%, es la misma que recorre las calles buscando pokemones virtuales, se conecta a internet siete horas diarias, cita al filósofo Homero Simpson y alarga su adolescencia. Hijos de un tiempo que los alumbró como los primeros nativos digitales, las nuevas tecnologías permitieron impulsar, moldear y unificar los cambios culturales de un Occidente globalizado, que devolvía un espejo casi único en el cual reconocerse.
Es difícil distinguir a millennials nacidos en EE.UU. de otros coetáneos de orígenes diversos. Lo que los diferencia es una cuestión de clase más que de idiosincrasias. El mercado, ahora, los define exclusivamente por su potencial de consumo y nivel social.
El darwinismo cultural, que incluye o expulsa, hace su selección natural entre quienes se manejan fluidamente en inglés y usan sus tecnicismos. Desconocerlo es quedar relegado al ostracismo.
Los analfabetos funcionales de este siglo, es decir los más pobres, los que no fueron a colegios bilingües, son parte también de la oleada tecnológica, que les permite usar la herramienta pero consumiendo contenidos distintos. La TV abierta, el medio por excelencia de sus padres, funcionaba como un unificador cultural que filtraba el mismo mensaje a través del tejido social. YouTube, en cambio, está sólo a un click, pero conduce a sus usuarios a caminos inevitablemente divergentes. Cada uno usa su brújula direccionada por su bagaje, formación y por los intereses de la aldea a la que pertenece. El consumo de los millennials se caracteriza por contenidos breves y en diferentes momentos. Recorren todas las redes, el 84% tiene un perfil en Facebook, son adictos al celular, usan en simultáneo varias pantallas y se comunican a través de las redes. La generación más fotografiada y grabada por sus padres tiene en Instagram su reflejo. Nada existe si no ha sido captado y compartido. Su pasión es viajar, tienen menos prejuicios y también menos sexo y su discurso es políticamente “correcto”. Se están convirtiendo en la generación más numerosa del mundo desarrollado.
Un poco hastiados de la sociedad consumista, esta generación está cambiando los parámetros del mercado que aún no logra acertar en las respuestas. El modelo de recibirse, casarse, comprar la casa, el auto, tener niños y pagar la hipoteca, está en crisis. Se independizan tarde, se casan menos, postergan la paternidad, alquilan departamentos. Son jóvenes ecologistas que estilan desplazarse en bicicleta, invierten en tecnología y para quienes un año sabático o un viaje de mochilero es mucho más atractivo que un reloj de marca.
Pese a sus ventajas comparativas, los millennials saben que serán menos prósperos que sus padres, porque tampoco están dispuestos a sacrificar sus vidas en trabajos frustrantes o estresantes. A medida que la brecha entre ricos y pobres crece, ya no se trata de ingresar al selecto club del 1% más adinerado, sino de cuestionarlo. Marcados por el desempleo y la crisis de 2008, estos jóvenes políticamente son más progresistas, y algunos se han expresado en movimientos contestatarios como Occupy Wall Street, Indignados o Anonymous.
Son, como todos, un cúmulo de contradicciones. Conscientes de un futuro incierto, apuestan a disfrutar y dirigir sus propias vidas.
* Especialistas en contenidos, medios y comunicación.