Mi mujer Flavia y su amiga Gabriela suelen buscar libros que no pertenezcan a la categoría “mesa de novedades”. Hace unos meses descubrieron en la web Una nihilista, pequeña novela que me recomendaron con fervor. Situada en Rusia a mediados del siglo XIX durante la época de la emancipación de los siervos (acontecimiento cuyo efecto en una gran finca rural se narra con destreza), es la historia de una hermosa hija de la aristocracia que decide entregar su vida a la causa de la revolución. La novela está narrada por otra mujer, una científica que asiste a la transformación de su amiga con una mezcla de estupor y envidia. El libro es límpido, directo, despojado y parte de su encanto proviene de su inesperada modernidad. La autora es Sofia Kovalevski (1850-1891), que también escribió Las hermanas Rajevski, memorias de infancia que terminan con el encuentro entre las protagonistas y Fiodor Dostoievski, a quien la mayor rechaza como marido. El libro, cuyo ambiente es el de Una nihilista, tiene las mismas virtudes: gracia, sencillez, claridad, en un estilo que hoy quedaría confinado a una literatura para niños que los escritores para niños evitan para no parecer demasiado ingenuos.
Estas gozosas miniaturas se consiguen gracias a la fama de Kovalevski en otro terreno: fue una reconocida matemática, la primera mujer en llegar a profesora en una universidad europea y también la primera en recibir un premio importante en esa disciplina (el de la Academia de Ciencias francesa). Kovalevski era además una mujer atractiva, que murió joven y tuvo una vida rica en acontecimientos en varios países y hasta un par de romances tormentosos: candidata ideal para la ficción, generó al menos tres películas biográficas y unos cuantos libros. Supongo que todos repiten la famosa anécdota en la que Sofia va a ver a Karl Theodor Weierstrass –eminencia matemática de la época– y el profesor, para sacársela de encima, le propone unos problemas dificilísimos que ella trae resueltos con singular brillo al cabo de una semana.
La figura de Kovalevski llamó la atención de Alice Munro, reciente premio Nobel, quien le dedica el cuento Demasiada felicidad (que es parte del libro con el mismo nombre). Me dio curiosidad saber qué había hecho Munro con Kovalevski y el resultado fue más bien decepcionante. La prosa de Munro es trabajosa, compasiva y un poco cruel –como corresponde a un premio Nobel– y tiene un toque feminista actualizado, pero pastoso. El relato se estructura alrededor de un viaje de la protagonista (que resultará el último, sin que ella lo suponga) entre París y Estocolmo, con flashbacks que permiten esbozar su historia y prestar atención –como es de práctica– al último amante de Sofia. Todo el tiempo tuve la sensación de que Munro es, como escritora, más tramposa, más artificial y más sensiblera que su retratada. Para colmo, nunca menciona la calidad literaria de Kovalevski y termina el relato con esta frase: “Hay un cráter en la luna que lleva el nombre de Sofia”. Hay una paradoja aquí. Los homenajes a Kovalevski, las estatuas en su memoria, tienen que ver con su trayectoria como científica. Pero mientras su obra matemática está diluida en la de sus colegas y resulta casi inaccesible como tal, sus libros tienen una frescura que sigue intacta y al alcance de cualquier lector.