COLUMNISTAS
delito femenino

Historias de ciertas mujeres

default
default | CEDOC

No había, o al menos yo no había encontrado, historias como la de Nancy. Es decir, mujeres que llevaran una vida en el hampa a las que les hubiera ido bien en lo económico. Mujeres que progresaron, que pudieron comprarse una linda casa, que pasaron por el quirófano como cualquier actriz o vedette, que se fueron de vacaciones al extranjero, que supieron lo que es ir a una concesionaria a comprarse un 0 km, que pudieron pagarse un abogado particular. Tampoco pensaba nada concreto sobre ellas. Todo pasaba por la curiosidad. Una  curiosidad que me movía a buscarlas. (...)

Mi experiencia como periodista “delincuencial” se limitaba a hombres. Hasta había sido docente en contexto de encierro, pero en institutos de menores y cárceles de hombres. Y en el barrio, en el grupo de amigos con los que crecí, solo había conocido a una. Mi postura, eso sí, iba a ser la misma: escucharlas y nada más. Ni juzgarlas ni justificarlas. Escuchar sin ninguna postura. Ni la de “hay que matarlos a todos”, como piensan algunos. Ni la de “son consecuencia de la sociedad y la ausencia del Estado”, como creen muchos otros. No quería entrevistadas que se victimizaran o que no se hicieran cargo de sus decisiones. Tampoco quería repetir lo que hace la mayoría de los periodistas de la televisión: preguntarles si no creían que debían pedirle disculpas a la sociedad por lo que habían hecho. Solo quería escucharlas y observarlas de cerca. En sus casas, con sus hijos, en sus actividades, en familia. Saber cuáles eran sus metas, cuál era la mayor motivación en cada robo, por qué no podían dejar su rubro pudiendo vivir de sus inversiones, en qué se gastaban el dinero, cómo amaban, cuáles eran sus vicios, qué pensaban de la política. Así fui llegando a ellas, así fui sabiendo.

Sandra, la transa, que comenzó estudiando en la cárcel de Ezeiza y afuera se recibió de socióloga, terminaría haciéndome el siguiente resumen sobre los tres tipos de presas. El primer tipo lo integran las “delincuentes ocasionales”, que habían comenzado en el delito de grandes y por necesidad, y las “arrastradas”, detenidas por ser mujeres o madres o hijas del hombre que buscaba el fiscal y a las que la policía decidió llevarse como parte de la banda cuando allanó las viviendas. En el segundo tipo están las “cachivaches”: jóvenes adictas a las drogas que se la pasan extorsionando y robando a las “ocasionales” y a las “arrastradas”; mujeres que vivían en situación de calle o en ranchos y comían mejor en la cárcel que en libertad. Las terceras eran las “bandidas”: mujeres que llevaban un buen nivel y que, estando presas, no tenían la necesidad de trabajar. Mujeres que se mantenían con el dinero que les generaban sus inversiones, o con lo que les mandaban sus compañeros. Otras características de ellas eran que siempre se manifestaban en contra del robo entre presas y de las peleas, y que invertían en la educación de sus hijos mandándolos a colegios y universidades privadas.

Ni en los medios ni en las series de televisión había encontrado mujeres con el perfil que buscaba, pero yo sabía que tenía que haber. Solo había visto historias de “cachivaches” o “delincuentes ocasionales “, como me las describiría Sandra. Aunque “las bandidas” fueran minoría en el ambiente femenino del hampa, tenía que encontrarlas. Buscarlas terminaría convirtiéndose en una obsesión.

Entonces, hice lo de siempre. Llamé a mis amigos, llamé a mis fuentes. La pregunta siempre era la misma: si conocían mujeres con esas características.

El primer encuentro fue en un bar a metros del Obelisco. Ahí me presenté ante Fernanda, la punguista. Durante los tres años de entrevistas me habló varias veces de Jazmín. Una noche  coincidimos en un restaurante del centro. Las dos venían de robar. Y Jazmín terminó siendo la protagonista del capítulo de “la descuidista “. Ella, a su vez, me contó de una tarjetera que vivía en Mar del Plata. Le dio mis referencias y ella me esperó en su caserón de las afueras de la ciudad. El mismo amigo que me contactó con Fernanda le habló del libro a Lucía. Viajé a Tucumán y me pasé cuatro días escuchando por qué y cómo había empezado a hacer el cuento del tío. Un periodista amigo me relacionó con Florencia, la motochorra, y la primera reunión la tuvimos en un bar del Once. A los tres años de charlas, me nombró a una pirata del asfalto que había conocido en una cárcel bonaerense. La mano venía difícil. Mauro Viale y Chiche Gelblung habían querido entrevistarla, y ella había dicho que no. Pero aceptó recibirme porque a mí, como me dijo una tarde en el patio de visitas de la Unidad 33 de Los Hornos, me había presentado una presa. A Carla, la boquetera, llegué por su abogado. En YouTube encontré un documental en el que hablaba Laura, la cañera. Le escribí a la directora del film y me pasó su teléfono. Un militante de un partido de izquierda me habló de una socióloga que había estado presa por transa y me fui a verla a Parque Patricios. Una mechera le habló de mí a una narco chaqueña que había conocido en la cárcel de Ezeiza y viajé dos veces a entrevistarla. Un contacto de Facebook me consiguió el teléfono de Claudia, la bandida número 1 de la historia del hampa argentina, y no lo dudé: hice cuatro viajes a Córdoba para escuchar sobre sus robos en Europa y Asia y su paso de los robos al narcotráfico. Ya en los 80 y 90 se dedicaba a enviar kilos de cocaína a Europa, desde Bolivia. Claudia hizo movidas hasta estando con bastón. Tuvo que dejar el delito cuando no le quedó otra que moverse con un andador. Así y todo le sigue diciendo a su familia que quiere salir y subirse a micros con droga. Pero no la dejan.  

Así, preguntando, fui sabiendo de ellas, intentando entenderlas. Aunque entenderlas no fuera el principal objetivo. Lo que más me interesaba era estar bien cerca de ellas, de su día a día. Y comparar sus vidas con las de una mujer administrativa, o una cadeta, o una gerenta.

*Autor de Bandidas (Planeta).