La novela más conocida de Iván Goncharov es Oblómov, de la que tenemos que retener el año de su aparición: 1859. Nacido en Simbirsk, un pequeño pueblo a orillas del Volga en 1812 y muerto en San Petersburgo en 1891, Goncharov fue miembro de la aristocracia rusa y ocupó altos cargos en el Estado, en especial dentro del Ministerio de Instrucción Pública, donde fue nombrado censor oficial. Antes, durante y casi hasta su muerte, se pasó la vida peleando contra Iván Turguéniev, a quien acusaba de plagio, robo, y toda clase de conspiraciones contra él y su obra. Es difícil discernir quién tiene razón en esta disputa rusa, pero lo cierto es que cada uno legó al futuro una herencia diferente. Turguéniev perdura como el amigo de Flaubert, con quien mantuvo una abundante correspondencia centrada en los problemas del realismo y la queja ante el avance de la estupidez. Se sabe también que era acérrimo enemigo de Tolstói y Dostoyevski. Con Tolstói se batió a duelo y luego estuvieron 17 años sin hablarse. Y Dostoyevski lo parodió en su célebre novela Los demonios, donde aparece bajo el rótulo de un infortunado escritor llamado Karamazinov. Poco en cambio podemos decir de su obra, no demasiado interesante, salvo quizá por sus breves novelas de amor, como Aguas primaverales, por ejemplo. Goncharov es sin duda menos recordado. Quizá porque hizo algo bien raro: escribió una obra maestra, Oblómov, claro. La novela cuenta la historia de un personaje que decide dejar pasar la vida de largo, es decir, hacer de la inacción, de la falta de afán y de deseo, su ética. Tirado en un diván de una habitación de la que muy raramente sale, el libro ha sido muchas veces comentado tanto en clave de parodia como de injuria social. Pero yo prefiero leerlo en sincronía con otro texto, escrito del otro lado del mundo, pero en realidad no muy lejano. Llegamos entonces a la cuestión de las fechas: Oblómov de 1859; Bartleby, el escribiente, de Melville, en Estados Unidos, apenas tres años antes, en 1856. Aquí estamos en terreno mucho más conocido, en el “preferiría no hacerlo” con el que Borges traduce el radical “I would prefer not to” con el que el copista que trabaja en Wall Street, “con una voz singularmente suave y firme”, se expresa. Es cierto que el texto de Melville es de una agudeza, de un nivel de crítica al capitalismo y su base conceptual (el mundo de la acción, la figura del emprendedor) que Goncharov no alcanza. Lo insoportable en Bartleby es que ni siquiera dice “no” (lo que supondría finalmente un cierto nivel de plenitud, de performatividad, incluso de afirmación, por la negativa, por supuesto) sino que, fundando una tradición a la que mucho después Blanchot llamará “lo neutro”, hace de la sintaxis una pura espera, el punto suspensivo, la suspensión de toda voluntad. Bartleby es exasperante, mientras que la fábula de Oblómov es más evidente, pero no por eso menos eficaz. Más allá de sus diferencias, ambas novelas señalan un pliegue de negatividad de la que, un siglo y medio después, la literatura contemporánea no debería ser ajena (aunque se exponga a que desde el populismo reaccionario la traten de inútil y regresiva).
Qué curioso, pero no es de esas novelas de lo que quería hablar hoy (¡y sólo me quedan 300 caracteres!) sino de El mal del ímpetu, también de Goncharov, que hace poco conseguí en su única traducción al castellano (en Ediciones Sin Nombre, de México) por 9 pesos. La historia es la opuesta a Oblómov: es la fábula de una familia de hiperactivos, de workaholics, y hasta de maníacos depresivos (se euforizan en verano y se silencian en invierno) que por supuesto termina en la muerte del protagonista (que no logra parar nunca, hasta su extenuación final). Es un texto breve y perfecto, en el que la figura del que emprende vuelve a aparecer en toda su dimensión absurda y banal.