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homenaje en carne viva

Hola, abuelo

No tengo demasiada idea de cómo hacer esto, pero siento que tengo que hacerlo.

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No tengo demasiada idea de cómo hacer esto, pero siento que tengo que hacerlo.
El mundo está lleno de gente que se muere y de personas que sufren esas muertes. Cosas casi vulgares, que pasan a cada minuto. Pero creo que ésa es una lógica que sólo se entiende cuando la muerte duele tanto como me pasa a mí. Entonces, el asunto deja de ser vulgar, claro. Además, no todos los días muere una persona de tu dimensión.
No lo digo por ese amor y esa admiración que te tengo desde que empecé a acompañarte por la vida. Lo digo por lo que está pasando desde que te fuiste.

No te das una idea de la cantidad de gente que nos mandó mensajes, que nos llamó. Gente que vos ni te imaginás se acercó al velorio que, asegura Lola, no hubieras querido tener. Tal como te conocemos, lo hicimos igual: si es verdad que el asunto no termina con la muerte, habrás visto que en tu supuesta despedida hubo tantos amigos, enemigos y ex amigos, como te encantaba que cantara Baglietto.
Hubo coronas, ¿viste? Hasta una de Boca y otra de River. Y un par de los muchachos de la mesa de los miércoles, colegas a los que marcaste a fuego, casi todos tus nietos y muchos amigos. Muchos. Contame. ¿Cómo se hace para tener tantos amigos?

No te asustes. Pronto vamos a cumplir con tu ritual y te vas a eternizar un poco más cuando te honremos en Atalaya. Finalmente, supe de qué equipo fuiste realmente hincha. Lógico. ¡Cómo no ser hincha del club en el que me juraste ser el pibe que asistía al Che Guevara con el Asmopul! Entonces, te tendré todos los días del otro lado de la medianera. Ni vos ni yo fuimos amantes de ciertos símbolos. Pero no puedo escapar de la extraña sensación de haber comprado la casa que tanto soñé, justo pegadita a Atalaya, a la pileta en la que mi vieja me tuvo en su panza mientras vos jugabas al rugby. En aquel momento pensé en lo loca que es la vida circular, que me lleva al punto de partida cincuenta años después. Hoy, sabiendo que elegiste que ése fuera tu lugar predilecto, el círculo se me hace más poderoso. Indestructible.

Ayer, apenas pude ordenar un poquito esa locura que provocó tu muerte, hablé con tus nietas. Nos reprochamos con una sonrisa tierna y húmeda algún “¡Hola, Abuelo!” cansino, a modo de respuesta a esos llamados diarios que, a veces, nos parecían inoportunos y que ya extrañamos ferozmente. Por esa omnipresencia de todos estos últimos años es que dejaste de ser “Pa” para ser “Abuelo”. Vos mismo me explicaste que casi nada se compara con el estado de abuelidad.

Por eso tus nietos te lloran tanto. Porque ni con tus rabietas conseguiste disimular cuánto los amás. ¿Te acordás de cuando me hablaste de tu abuelidad?
Mucha gente te lo hizo recordar ayer. Alguien, no sé quién pero se lo agradezco, colgó en las redes ese tramo de la charla que tuvimos cuando grabamos juntos ese programa en el canal de Claudio y Bernarda. En los tiempos en los que la viralización lo es todo, muchos creerán que la mejor forma de recordarte es escuchándote lapidar a Víctor Hugo o calificar a Grondona con la contundencia y la creatividad que jamás nadie tuvo.
Esa fue sólo una parte tuya. Que siempre existió pero que no fue la única. No, ya no hablo de ser abuelo, de lo humano. Me refiero estrictamente a lo profesional.

Porque, para qué negarlo, a esta altura nuestra relación ha tenido tanto de una cosa como de la otra. En momentos en los que el dolor no me deja lugar para nada que no seas vos, me adjudico la dudosa condición de haber sido el mejor testigo de tus mayores proezas profesionales.
Seguramente desde la impotencia, estoy como empecinado en gritarle al mundo que Diego Bonadeo no es sólo un hábil declarante, esa pieza de colección que todo aspirante a periodista necesita para tener una declaración explosiva que le permita cierta trascendencia.

Diego Bonadeo es no sólo único en su especie, sino un exponente de un periodismo superlativo, que ya no existe. Yo te vi trascender desde la intrascendencia de los estudios centrales de los partidos de tercera división que se transmitían los domingos al mediodía. Y te vi trascender cuando entrevistaste a los pilotos del podio del Gran Premio de Fórmula 1 en el Autódromo: a Mario Andretti, norteamericano, en inglés. A Patrick Depailler, en francés. A Niki Lauda, en alemán. Un crack total.
 
Fue en 1978, ese año en el que te echaron de tu viejo Canal 7 –mi viejo canal 7, claro– porque los milicos no te dejaron llegar a ATC. Fue en enero. El mismo enero en el que se sorteó el Mundial de Fútbol en el San Martín. Me acuerdo de tu calentura cuando, en lugar de poner tus notas a Helmut Schön, en alemán, y a Michel Hidalgo, en francés, pusieron entrevistas a los mismos tipos, hechas por compañeros tuyos, pero traductor de por medio. Vos estabas justamente indignado. A mí me pareciste más grande que nunca: los que se creían dueños de la pelota, esos que conocí como amigos tuyos, le tenían a tu talento y tu intelectualidad casi más pánico que envidia.
Imaginate si después de haberte acompañado en tantas de éstas me voy a tragar el cuento de que tal es un cerdo o el otro es una lacra. Ni dudo que lo son. Pero, ya te dije, estoy obsesionado en que sos infinitamente más que eso.

Sé que sabés que no puedo parar de llorar mientras escribo. Me duele que no me puedas decir, como casi todos los lunes o martes, que te había parecido una maravilla lo que había escrito en el diario. Justo hoy, que no puedo evitar hacerlo en carne viva. Me cruza el pecho casi tanto como haber conocido ayer tanta gente que te quiere y que me quiso gratificar hablando de cuánto orgullo sentías por mí. “Cada vez que hablaba con Diego no paraba de putear contra medio mundo. Pero cuando hablaba sobre vos, le brillaban los ojos mal”, me dijo una persona que se autotitula como el único con el que hablabas de los de Página/12. Sabé que también de Página te mandaron una corona. Hasta en algún momento entró en la sala una persona que me vino a saludar y tan rápido como llegó, se fue. Como si temiese que le pegaras alguna carajeada cabrona. Tanto te admiran y te quieren que no pueden evitar seguir cerca de vos. Aunque sigas enojado. Como Juan Pablo (¿qué Juan Pablo va a ser, Abuelo? ¡¡Varsky!!), que vino a acompañarnos con los ojos húmedos aún por Adela y que no paró de reírse contando cuando en mi casamiento te prepeó y te dijo que, aunque lo trataras mal, él no podía dejar de abrazarte.

En fin, Abuelo. En tus legendarias columnas de Mercado me enseñaste que lo que se escribe comienza y termina según el espacio de que se disponga. Y detesto que eso me pase ahora.
Es que hay tanto más para contarte. Tanto más para recordar y que me digas: “Pero Gon, ¿cómo podés acordarte de eso?”. Pasó con el libro, ¿no? Ese que decís haber leído dos veces ya. ¿Te das cuenta de que lo que te estoy contando ahora no supe hablarlo con vos, almuerzo de por medio?

A mi tristeza no puedo sumarle demasiados reproches. No en este momento. Entonces, me creo que no lo hice porque estaba enojado. No con el Abuelo. Sino con mi viejo, que ni siquiera tentándolo con venir a disfrutar de la radio con Ariel, Ezequiel, Guido y su hijo (¡¡¡la radio de Eduardo, Abuelo!!!) consiguió que salieras a caminar. Alguna vez, con pánico por hablarte de la muerte, te quise convencer de que lo hicieras para regalarte más tiempo con tus nietos. Hoy me di cuenta de que quería que te regalaras más tiempo para estar conmigo.
Finalmente, un reproche. El único que me animo a hacerte.
¿Quién cuernos va a decirme que está orgulloso de mí y eso sea lo que más me importe en el mundo?
Te amo.

PD: Si es verdad que hay algo después de tanta tristeza, por favor decile a María que tenía razón cuando dijo que ella me conoció cuando la sonrisa era lo que más sobresalía de mí. Y que la extraño horrores.