Es viejo. Es lejano. Es remoto. Es exótico. Nadie lo entiende. Nadie intentará comprenderlo, porque es imposible. Pero aunque no lo veamos, está. Y lo más terrible es que no se habla, ni se escribe de aquella tragedia, y por varias razones.
La primera es que hay asuntos más fáciles y habituales, aunque formen parte del paisaje y nadie se horrorice ya de ellos. La otra es porque detenerse ante un agujero negro de esta profundidad y este diámetro supone un viaje sin regreso al terror y un desafío colosal a la capacidad humana de convivir con la esencialidad del mal.
Hace apenas cuarenta años, a partir de 1970 y hasta mediados de 1975, en el pequeño reino de Camboya, algo siniestro y de magnitud inconcebible sucedió. Nunca se sabrá la verdad, entre otras razones porque decenas de millares de cadáveres ya fueron pulverizados, pero se estima que no menos de 2.2 millones de personas fueron asesinadas por el régimen comunista de los Khmer Rouges, o Jemeres Rojos.
El khmer es la lengua nacional de esta pequeña nación del sudeste asiático, cuya independencia nacional le fue arrancada a Francia en 1953, un año antes de que la metrópoli colonial fuera derrotada en la parte norte de la vecina Vietnam. Algo sucedió en Camboya que debe ser conocido, algo siniestro e indecible. Además, algo igualmente elocuente ha ocurrido desde que la espeluznante tragedia concluyó.
No ha habido, y es casi seguro que jamás haya una rendición de cuentas. Es una historia macabra de asombrosas dimensiones, una calamidad ante la que nadie quiere detenerse. Es siniestramente seductora.
Fue en 1970, cuando los Estados Unidos todavía se ilusionaban con que podrían ganar la sangrienta guerra de Vietnam, que en su vecina Camboya un golpe de estado armado por Washington derrocó a la corrupta monarquía feudal de Norodom Sihanouk, que hacía años procuraba una patética neutralidad entre los poderes de la región (chinos, norteamericanos, soviéticos, vietnamitas) y encaramó a Lon Nol.
Hace pocos meses, lo describió así el novelista norteamericano Ben Ehrenreich: “Apalancado por dinero y armas norteamericanas, Lon Nol encabezó durante cinco años una cleptocracia corrupta y crecientemente acorralada”. Tras un viaje a Camboya, publicó una larga “carta” estremecedora en Harper’s Magazine. Ehrenreich describe en ella sus hallazgos mortuorios en uno de los pocos museos hoy disponibles para que la humanidad reconozca el rostro cadavérico de su propia maldad espectral.
El régimen de Lon Nol colapsó en 1975, arrasado por los Jemeres Rojos, que se alzaron con el país gracias al apoyo de China. Lanzada entonces a una pelea monumental con la Unión Soviética y, puesto que Moscú apoyaba macizamente a un Vietnam del Norte (Hanoi) que conducía la guerra contra los estadounidenses en todo el país, China le dio todo su apoyo y aval a la banda de alucinados que en 1975 entró a la vieja capital de Camboya, Phnom Penh, y se apoderó del desgraciado país.
Lo que sucedió a partir de ese momento trasciende la mera tragedia. Fue una bacanal de sangre, perpetrada por una banda de monjes totalitarios, muchos de ellos educados en universidades de París. Resueltos a crear el “hombre nuevo”, vaciaron las ciudades en pocos meses. Fue una vasta e inclemente matanza de seres humanos, acusados uniformemente de ser portadores de la ideología y el estilo de vida de la burguesía.
Duraron en el poder tres años y ocho meses. En la Navidad de 1978 fueron desalojados del poder por Vietnam, cuya integridad había sido violada reiteradamente por el régimen rojo de Phnom Penh.
Cuenta Ehrenreich que en uno de sus merodeos por los campos de la muerte, esos “killing fields” que dieron origen al film de Roland Joffé estrenado en 1984, se metió en Choeung Ek, donde fueron asesinados los 14.000 prisioneros del campo de Tuol Sleng. Dice: “Pasé junto a un hermoso y viejo árbol con un tronco grueso e inclinado. Un cartel lo identifica como ‘el árbol de la muerte’, que los soldados del Khmer Rouge usaban para exterminar a los niños pequeños, colgándolos de los tobillos y destrozando sus cráneos al lanzarlos contra el tronco.”
¿De qué hablamos cuando hablamos de la condición humana? Derrotados por Vietnam en 1979, los criminales que asolaron a ese pueblo de unos ocho millones de almas, al que le mutilaron la cuarta parte de su población, siguieron contando con apoyo financiero y militar de China y –en plena guerra fría– la pasividad vergonzosa de los Estados Unidos. Esa criminal complicidad china y el oportunismo cínico de los EE.UU. de Reagan y Bush padre, permitieron que los Jemeres Rojos siguieran usurpando el sitial de Camboya en las Naciones Unidas hasta 1989, cuando los vietnamitas se retiraron.
Pero recién en 2006 se iniciaron, tras largos años de divisiones y tragedia, los trabajos destinados a juzgar a los principales jerarcas de ese régimen criminal que, con la pretensión de esculpir a sangre y fuego un régimen comunista primitivo de ascetismo letal, obliteró a una cuarta parte de su pueblo.
Como en Ruanda, Sierra Leona, Timor Oriental y la ex Yugoslavia, no habrá muchas sanciones para los responsables de estas atrocidades indecibles. En todos esos casos los tribunales han sido integrados por jueces extranjeros o se han formado de manera híbrida. El pueblo sudafricano prefirió “verdad y reconciliación”, tras un siglo de apartheid, sin sentenciados ni presos. Las dictaduras europeas (Portugal, España, Grecia) se desarticularon, pero en base a una transición consensuada. Sólo la Argentina de Alfonsín juzgó y condenó.
La repulsiva sangría de Camboya condena la supuesta superioridad de la condición humana, pero nos permite el melancólico confort de una certeza. Sin comparar las dimensiones de cada carnicería nacional, en este país, y gracias a los juicios de 1983-1985, no hubo impunidad.
Los millares de cráneos que pueblan las estanterías de los memoriales de Camboya describen mejor que ningún edificio dialéctico, el auténtico rostro del totalitarismo en su faz más abyecta, la verdadera.
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