Cuando se termina un festival, el hotel queda prácticamente vacío. Me gusta cuando soy de las últimas en irse, esas horas o días de ser una huésped sola, sin el contingente, sin grupo de pertenencia. Una mujer que sube y baja del ascensor sin conocer a nadie. Que puede entrar al comedor y desayunar sin tener que iniciar una conversación tan temprano. Me gusta la extrañeza del pasillo vacío cuando camino a mi habitación, el ruido de los pasos absorbido por el piso alfombrado. En la noche, desierto. Durante el día un carro de la limpieza estacionado a mitad de camino, las risas y la charla de las mucamas mientras limpian una habitación que acaba de desocuparse. Hace unos años vi una película mexicana, no recuerdo el título, la protagonista entraba a trabajar como empleada de un hotel, haciendo la limpieza. En los ratos libres, además de fumar en la terraza, se encerraban en la lavandería y se divertían dándose choques de electricidad. Creo que el desafío era quién podía aguantar más. También había un lugar donde guardaban los objetos olvidados por los huéspedes, luego se los repartían. Yo soy bastante meticulosa y rara vez olvido algo. A lo sumo libros que no quiero cargar en la maleta. Una vez en Chile un editor me había regalado tantos libros que los escondí en todos los cajones de la habitación. Como debía dejar el cuarto, pero recién me iba a la noche, tenía miedo que los encontraran y me los devolvieran.
En un hotel de Viedma había una biblia en el cajón de la mesa de luz. Recordé una crónica de Hebe Uhart sobre ese mismo hotel, estaba horrorizada por el hallazgo. No sé si sigue usándose lo de dejar una biblia a la mano, siempre me olvido de revisar.Hubo un año, creo que el 2017, donde en varios viajes me tocaron concursantes de bellezas: el lobby, las terrazas, los ascensores llenos de chicas hermosas, adolescentes riéndose fuerte, invadiendolo todo de perfumes dulces y glitter que volaba en el aire y se posaba sobre mi ropa cuando les pasaba cerca. La última vez sólo me topé con un equipo de fútbol, una selección juvenil, quizá algún futuro Messi. Efebos tímidos que ponían el brazo para que no se cerraran las puertas del ascensor, esperándome, y saludando imperceptiblemente atrás de los barbijos. No como una horda de rugbiers que nos tocó una vuelta en un hotel de Rosario adonde parábamos con unas amigas. Nos despertaron a la madrugada con golpes en la puerta, parecía que iban a tirarla abajo. Volvían de una fiesta y trataban de entrar en los cuartos equivocados. Al otro día teníamos que dejar el hotel y una de mis amigas se quejó por el alboroto nocturno y nos hicieron un descuento.Siempre, en algún momento de esas estancias solitarias, pienso en El resplandor o en Psicosis. Por suerte las duchas ya casi no tienen cortinas (hay que ir a un hotel muy cutre para encontrar duchas con cortinas), la mampara será más difícil de penetrar con un cuchillo.
Otra vez en Ciudad de México, la editorial me hospedó en un hotel boutique, muy bonito, lleno de gente de negocios. En el cuarto contiguo una pareja tenía sexo varias veces por noche. Me despertaban los golpes del respaldo de la cama movido por las embestidas de los amantes, los gritos, los jadeos, el agua de la ducha. A la mañana en el desayuno intentaba adivinar quiénes eran los fogosos entre los hombres formales y las mujeres enfundadas en trajecitos y zapatos de taco. Quiénes serían los que habían desacatado la orden de la empresa de no coger entre compañeros de trabajo.