¡Cuidado! ¡Se acaba el mundo! ¡La membrana mucosa que cohesiona lo real estuvo a punto de disolverse! No entremos en detalles obvios, verdaderos y aburridos: los motivos de la huelga fueron clarísimos. Los actores de TV trabajan más horas de las que se les pagan. No hay mucho más que decir.
Las productoras defienden su negocio: amenazan con acabar con la ficción televisiva. Coquetean con que ya no la necesitan. Ni ellos, ni los espectadores. Y es comprensible: si los noticieros y los realities parecen haberse comido el corazón de la ficción y adquirido sus poderes mágicos, como en un ritual maya. ¿No vieron esos programas de policías en plena faena? No digo que sean ni divertidos, ni buenos. ¡Pero qué miedo dan! Un poco más de miedo que el hombre que volvió de la muerte. ¿Queremos vender un productillo que dé miedo? ¿Por qué no ir a buscarlo entre policías bonaerenses? Se trata de un formato que desarrolla incluso una poética y una técnica: ¡el subtitulado!, sincrónico con lo que ocurre, pero diacrónico con la dicción de chorros y cabos, que en el fragor no discriminan sílabas ni estilos.
En Hollywood sigue la huelga de guionistas. La fábrica de banalidad, divertimento y buenos momentos al pedo amenaza con cerrarse. ¿Y los que esperamos la cuarta temporada de Lost? ¿Nos movilizamos junto con los guionistas explotados? ¿Salimos a piquetear por la vuelta de Jack, de Locke, y –sobre todo– del malo de Ben? ¿Y por qué la idea –así expuesta, y en un mundo en guerra– parece despertar tanta sorna? ¿Es porque creemos –como las productoras– que no nos pasaría nada tan grave si el chorro sempiterno de ficción se corta?
Creo que la necesidad de ficción es tan grande como la de agua, comida o amor. Vemos ficción en los noticieros, en los policías, en las entregas de premios: ¡cuánta gente disfruta mucho más de los Martín Fierro que de las obras que éstos premian! Ojalá lo solucionen. Son trabajadores. A mí me gustan otras cosas. La tele no me tienta. Pero cuando no queremos estar con los problemas, a veces prendemos la tele. O leemos un libro tonto. O contemplamos la nada, dotando al movimiento de las hojas de un árbol de mágicos poderes. De ficción.