De ‘El Bueno, el Malo y el Feo’ (1966), dirigido por Sergio Leone. Diálogo entre Rubio (Clint Eastwood) y Tuco (Eli Wallach).
Ese televisor Zenith modelo años ’50, era tan enorme que alguna vez pensé que, si vaciaban esa caja, yo podía dormir ahí adentro. Se lo pregunté a un técnico que, harto de volver para arreglar siempre lo mismo, sonrió y me enseñó el truco de tocar la válvula correcta para que la imagen regresara sin estrangularse como una botella de Pepsi.
Entonces tomé prestado uno de los alfileres de mamá Aída, y empecé a tallar sobre el fondo plateado que rodeaba a la pantalla, ese tubo grande como un mundo, amenazante como los vidrios más temidos de mi infancia. Los sifones, esas bombas de tiempo que, imaginaba yo, podían estallar por culpa de un mal movimiento y dejarme una cicatriz horrible como una babosa, la piel dura y lisa del desgarro.
'Dale Rojo', escribí; y más tarde, con esfuerzo porque la palabra era más larga y difícil, 'Rojo campeón'. Mi mamá, Aída, me había explicado que nosotros éramos argentinos y de Avellaneda, y debíamos hinchar para que Independiente le ganara la Intercontinental al Inter de Helenio Herrera y Facchetti, un lateral rubio y pintón como Nino Benvenuti. Perdieron los dos años. No lloré, pero casi.
Tuve un carnet de socio de Independiente para ir a sus piletas –lo escondí tanto que ya ni sé dónde quedó–, hasta que inauguraron el complejo en Racing, donde aprendí a nadar a lo bestia: me arrojé a la pileta de saltos ornamentales a ver si podía flotar. Floté. Mi estilo no ha mejorado desde entonces.
El clásico era una fiesta, y si alguno venía de ganar algo, sus rivales de barrio le hacían un pasillo de honor a puro aplauso. Hasta que en 1967 llegaron los escoceses. Ninguno de mis amiguitos de Independiente pintó 'Dale Racing'. Al contrario: querían que ganara Celtic, un club católico que tenía un gran equipo, y usaban números gigantes en sus pantalones y unas remeras a rayas horizontales, verdes y blancas.
Racing ganó la copa que habían perdido los vecinos en tres batallas. El taller de poesía de la hinchada, escribió un hit: “¡Van a bailar, van a bailar, con el primer campeón mundial!”. Lindo. Pero la herida de esa traición nunca cerró en mi corazón infantil. Y yo tenía 10 años, que es la edad del fútbol. Porque cada adulto que discute o se apasiona por un partido, vuelve a esa edad. O menos.
Pero todo eso fue antes del gnomo. El tipo que arruinó mi adolescencia y mi primera juventud. Ricardo Bochini, físico esmirriado, cero músculos, poco pelo, expresión neutra, que no cabeceaba ni le pegaba fuerte. ¿Qué hacía? Era un maldito genio. Gambeteaba hacia adelante y con un toque, tac, preciso, quirúrgico, insoportable, dejaba a su 9 solo frente al arco rival. Gol.
Fue, lo afirmo, el más grande exportador de madera. Él se quedaba, fiel como Penélope tejiendo la bufanda roja de Odiseo, y vendían a precio de oro los 9 que inventaba. Negoción. La estadística del clásico, dominada por Racing hasta su debut, se dio vuelta dramáticamente. Por su grandísima culpa.
Por alguna razón, mantuve vivo mi odio infantil contra Independiente. De chico, cuando Racing jugaba afuera, iba a la cancha vecina a alentar a sus rivales. Durante años me alegré más por sus desgracias, que por los triunfos, escasos, de mi Racing. Recuerden, hablamos de un hombre de 10 años.
Cuando descendieron, fui un espectador satisfecho. Lo disfruté, y no es algo de lo que debiera enorgullecerme, lo sé. Tal vez ésa sea una de las claves del fútbol: la posibilidad que nos da para ser idiotas, espantosamente sensibleros, excesivos. Fui apenas un fisgón, un vengador anónimo con las cebitas húmedas. Nada.
Más que el clásico de ayer, de la estética de los equipos de Holan más allá del resultado, o de la olla a presión donde conviven los egos de Cocca –más CEO que Bogart, menos Von Clausewitz que El Jugador de Dostoievski–, y de Licha López, un crack que tolera su ocaso con más electricidad en el cuerpo que el moderado Diego Milito, a mí me interesa otro fenómeno. Una sensación jamás tuve frente al único partido que puede acelerar los latidos de mi corazón, no tanto como la mirada de una mujer, pero ahí, no tan lejos.
Algo pasó con mi inocente odio infantil. Lo supe gracias a un estado de asombro muy a lo griego, cuando me inundó la tristeza, el dolor, un país como lobotomizado. Todavía insisten en llamar grieta a la vieja dicotomía que el país transitó a lo largo de dos siglos a puro degüello. Unitarios y federales, rosistas y antirosistas, Yrigoyenistas y antipersonalistas, gorilas y peronistas, fieles y traidores, milicos o subversivos apátridas, kircheristas y macristas.
La tragedia del submarino provocó otra explosión interna, tan inexplicable como la de ultramar. Maldonado, Nisman y ahora el ARA San Juan. Una metralla de odio en estado puro. En las redes buscan con desesperación un buen culpable, algún rehén para fusilar al amanecer. Zurdos, planeros roñosos, oligarcas, gorilas, sinarcas, chorros.
Me preocupé más cuando noté que pocos parecen inmunes a esta peste, incluyendo a varios que piensan parecido a mí. Vi varias veces esa película y no tiene buen final, compatriotas. Argentina nunca fue un país amable; paciente, que respete procesos, a la japonesa. No lo digo yo, lo cuenta la historia. Léanla.
Me niego a refugiarme otra vez en ese entrañable, inofensivo odio infantil. No sirve, no me da placer, no lo quiero más. No soy tibio, al contrario. Lo que quiero es dialéctica. Discutir ideas. ¡I-de-as! No frases vacías, noticias deseadas como goles, pos verdad, textos de autoayuda.
Volveré a tener 10 años para el juego, para el amor, no para la furia. Estoy recontra podrido de Corea del Medio y otras ironías parejamente idiotas. Ay.
Es tan triste, todo, acá.