En mi barrio, las consignas por el derecho animal son frecuentes. Como en las veredas no circulan más que perritos y alguna laucha a la carrera, las fotos gigantes de cerdos y vacas con mirada humana evocan mundos lejanos. Ver mascotas de departamento hacer sus caquitas bajo carteles que rezan Go vegan lleva a pensar en lugares como Francia, donde los perros deben portar microchips de identificación. Las pintadas en fulgurante aerosol violeta que dicen “Liberación animal” o frases en plan feminismo antiespecista, como el de la española Jesusa Rodríguez con su "Todas las hembras de todas las especies son iguales a los humanos" completan un cuadro que invita a quebrar sus márgenes, a tratar de ver algo más que eslóganes.
La relación entre animales y jurisprudencia no es nueva, pero fue cambiando de forma, sin dejar de dar giros bizarros. Hasta hace no tanto, se los podía enjuiciar. Edward Payson Evans (1831-1917) registró más de doscientos procesamientos en Europa, Brasil, Canadá y Estados Unidos. Asnos, caballos, gatos, perros, aves y anguilas pasaron por el banquillo. El grueso eran causas penales pero también había quienes nombraban a su mascota “heredera universal”. Hubo animales con capacidad jurídica administrada tanto por instituciones religiosas como seculares. En Toledo, por ejemplo, un cerdo devoró a un menor en la primavera de 1572 y fue ejecutado bajo una doble acusación: asesinato y comer carne en Viernes Santo. Durante el medievo hubo un caso emblemático en la campiña francesa, el de la cerda de Falaise, que fue acusada de “irrumpir sin permiso en una morada” y comer los brazos de un bebé que terminó muriendo. El vizconde Pere Lavengin dispuso una combinación de ley del Talión, drag y pena de muerte, haciéndole cortar las patas e ir a la horca vestida de mujer. No habían cambiado las cosas para la Revolución cuando el mastín del marqués de Saint-Prix mordió a un policía y lo acusaron de “actividades antirrevolucionarias” para ir a la guillotina. Poco después, en 1805, un buque de guerra naufragó frente a la ciudad inglesa de Hartlepool y solo sobrevivió un chimpancé vestido con uniforme del Ejército napoleónico, acusado de espionaje y ahorcado.
Lejos de estas crueles perspectivas disciplinantes, hoy, el derecho animal gana terreno en las agendas públicas. Argentina se inclina por un enfoque primermudista, descontextualizado. Naturalizar la imagen de mujeres, hombres y niños sin derechos elementales, durmiendo bajo una pintada que dice “Los animales no son comida” quizás sea tan delirante como enjuiciar a una chancha.