Tras el anuncio del gobierno británico la semana pasada, Agnès Callamard, secretaria general de Amnistía Internacional, dijo: "Permitir que Julian Assange sea extraditado a Estados Unidos lo colocaría ante un gran riesgo y envía un mensaje escalofriante a los periodistas de todo el mundo". Cristina Kirchner tuiteó prácticamente lo mismo, junto a otras adhesiones a la libertad de expresión que poblaron medios y redes. Pero el peso que cae sobre el responsable de filtrar información secreta de la administración norteamericana (catalogado de héroe, conspirador, mártir, socio de Rusia o China, informante, periodista o espía, de acuerdo a quien lo vea) es el corolario obvio después de una década de encierro. Incluso en las declaraciones de Nils Melzer, uno de sus defensores renombrados, quien afirmó que “cuatro países democráticos, Estados Unidos, Ecuador, Suecia y el Reino Unido, unieron fuerzas para aprovechar su poder y retratar a un hombre como un monstruo para que pueda ser quemado en la hoguera sin que nadie proteste”, está implícita la conformidad final con el castigo ejemplificador.
Excepto por algunas investigaciones que ahondan en detalles, como las del argentino Nicolás Morás, quien define a Assange como “una persona que ha molestado demasiado y se ha manejado con una autonomía y una inteligencia muy irritantes para la elite, en un esquema a lo David contra Goliat”, el tratamiento que masivamente se le da al caso es sesgado. Poco se dice de las irregularidades legales acumuladas por años y, en momentos en los que la presunción de inocencia se discute bajo las fórmulas salvíficas de algunos activismos, la ausencia generalizada de reflexiones sobre la génesis de la ratonera en la que fue obligado a moverse desde 2012, también se hace sentir. Aunque las acusaciones de abuso hechas por dos mujeres con las que había tenido relaciones consentidas cayeron por falta de pruebas sólidas, alcanzaron para dejarlo entrampado.
La libertad de expresión enarbolada para defenderlo, a su vez, es más una abstracción biempensante que algo concreto. Requiere demasiadas condiciones para verificarse tanto en medios tradicionales, como en Twitter o YouTube, donde los que se corren de los discursos aceptables para el establishment padecen sanciones provenientes de las mismas plataformas o de simples usuarios. De modo que colocar a Assange como pretexto de pronunciamientos que exceden sus problemas particulares genera debates que se muerden la cola, corriéndolo del centro del cuadro y desdibujando, cada vez más, su verdadera historia.