Para los que crecimos viendo productos como Seinfeld, las pantallas del presente llaman a la nostalgia. Blanco de activismos que creen que controlando temáticas y cancelando figuras se contribuye a eliminar del mundo cosas feas como la discriminación, el humor debe moverse con cautela y ser lo más buenito posible, no importa si es televisivo, radial, teatral o gráfico. Por momentos, parece que el público aprendió a reírse solamente de las cosas coyunturalmente habilitadas para hacer reír, pero es probable que esto no sea más que un fenómeno vigente en algunos sectores tendientes a la endogamia. En la Argentina, humoristas que en el pasado destacaban por ser osados y creativos se reconvirtieron apostando a cosas de vuelo rasante como la grieta, por lo que tenemos a los que se ríen de Cambiemos y los que se ríen del kirchnerismo, profundizando la segmentación, por un lado, y la subordinación a la politiquería de los últimos años, por otro. Copiados por aspirantes a humoristas de internet (espacio en el que la autopercepción puede llevar a alguien a creerse cómico, o incluso inteligente, porque recibe miles de likes a partir de chistes pensados para un público de nicho traccionado por el algoritmo) explotan todo lo que pueden las limitaciones del contexto, pero, cuando se habla de humor con mayúsculas, no alcanza. El panorama internacional no dista del nuestro, siempre inclinado al calco o la reproducción, y las plataformas digitales se hicieron cargo de esta suerte de vacío contemporáneo en lo que concierne a la risa ofreciendo repeticiones y revivals. Mientras las repeticiones confirman que el brillo de muchos de esos productos sigue intacto, llegando a resultar más revulsivos o bizarros que en su momento por contraste con la fruición edulcorante que está de moda, los revivals han sido más bien deslucidos, cuando no patéticos o tristes de ver. La posibilidad de chocarme de frente con ese patetismo y esa tristeza subyacente me aterró al saber que The Kids in the Hall, extraordinaria serie canadiense de siete temporadas (1989-1995), volvía a la pantalla por tercera vez, con los actores treinta años más viejos y (yo temía) condicionados por estos nuevos parámetros de permitido/prohibido que se impusieron en el rubro. Sin embargo, no iba a dejar de verla por nada del mundo.
Lejos de la popularidad de las sitcoms norteamericanas, pero producida por Lorne Michaels, el mismo de la emblemática Saturday Nigth Live, había sido una rara avis por su espíritu vanguardista y su cruza entre escatología, surrealismo y crítica social. Ya a principios de los 90 la banda compuesta por Dave Foley, Bruce McCulloch, Kevin McDonald, Mark McKinney y Scott Thompson se mofaba de activistas de género, cuarentones fumadores de porro, madres absorbentes, xenófobos disfrazados de tolerantes y otros arquetipos sociales, no solo vigentes, sino masificados en la actualidad.
Después de repasar las temporadas anteriores, empecé a ver la nueva con la certeza de sufrir una decepción. El primer episodio, sin ir más lejos, casi me convence de estar frente a otro fiasco como el de Seinfeld haciendo stand up hace un tiempito o el de Friends, que no vi porque me alcanzó con los avances para saber que el resultado iba a oscilar entre la insignificancia y algunas dosis de ridículo involuntario. Pero un primer episodio flojo no es determinante, y seguí adelante. Las actuaciones, buenísimas como las del pasado, me fueron atrapando. Aunque no tengan tanto que ver con los Monty Python son, como ellos, y como nuestro Capusotto, maestros de la transformación, “actores de fuste” como dice mi mamá, y como la interpretación humorística necesita para ser algo más que un pasatiempo olvidable. La reproducción de usos y tics verbales aplicada a diálogos que condensan las críticas que los distinguieron de jóvenes, permanece. La autoparodia, especialmente vinculada a eso que los miembros de Friends se afanaron por ocultar y que tanto nos duele, pero que también nos hace reír, como el paso del tiempo plasmado en el cuerpo, es otro punto distintivo. Aunque hubo sketchs que detesté, después de los ocho nuevos episodios, creo que los The Kids in the Hall mantienen el carácter subversivo que tuvieron y que el humor debería tener para consumarse en su mejor versión. Una luz de esperanza paradójicamente financiada por Amazon.