A veces hay que amortizar la inversión, sea como sea. Se ha puesto un dinero –mucho dinero– y hay que hacerlo rendir, incluso si se bordea el ridículo o aun si lo supera con creces. Esto me recuerda una anécdota infantil, o de la primera adolescencia, levemente escatológica, como casi todo lo que sucede a esa edad. Yo tendría doce o trece años, y con mi amigo D. fuimos a una parrilla de tenedor libre (recién empezaba a aparecer ese tipo de restaurantes). Concebimos un plan siniestro (para nuestros hígados): hacerle perder plata. Es decir, comer tal cantidad de chorizos, tira de asado, entraña, vacío y otras carnes, que superara el precio fijado por el restaurante. Si el menú de comida libre costaba, digamos, 35 pesos, nosotros debíamos comer, al menos, por un valor de 36. A la tarde pasamos por una carnicería para conocer los costos (estábamos de vacaciones en San Clemente y no había mucho para hacer) y con una calculadora barata, de esas que se vendían en todos los negocios de chucherías que inundaban las calles durante los años de Martínez de Hoz (“José Mercado compra todo importado”, cantaba Seru Giran) hicimos el cálculo preciso de piezas a comer. Y lo logramos. Recuerdo que salimos del restaurante, caminando por la Calle 1 rumbo al barrio El Tala, donde vivíamos, con una sensación parecida a la de estar drogados.
Algo similar experimento cuando leo los diarios –como El País o Le Monde– que despilfarraron una fortuna material (y otra fortuna en capital simbólico) en tener la primicia de los cables de WikiLeaks. Pasado el tiempo, es evidente que ya el tema no le importa a nadie, que no tuvo ningún impacto real (¡no renunció ni un ministro en ningún lugar del mundo!), que ninguna revolución en nombre de la libre información ocurrió, y que las supuestas informaciones ventiladas tenían tanta seriedad como el efecto Y2K en las computadoras el año 2000… Y sin embargo, ahí van esos prestigiosos periódicos, insistiendo e insistiendo, amortizando la inversión (¡calculadora importada en mano!), poniendo a diario todavía en tapa cables de WikiLeaks (con sus respectivas viñetas gráficas e infografías, para darle más seriedad al asunto). Y hablando de seriedad, en su edición del sábado 8 de enero, El País titula en tapa: “EE.UU. da un vuelco a sus sistemas de seguridad a causa de WikiLeaks”. ¿En serio? ¡Quién lo hubiera pensado! Semejante notición ocupa a pleno las páginas dos y tres del diario, y en su interior se pueden leer varios párrafos desopilantes. Aquí un botón de muestra: “Según informa The New York Times (…) la queja principal de Washington contra las revelaciones de WikiLeaks es, sin embargo, la de que han puesto en peligro la vida de algunas personas que defienden la libertad y los derechos humanos frente a regímenes totalitarios”. Y aquí el remate, al más puro estilo Verdaguer: “El mismo diario añade que el Departamento de Estado no ha sido capaz de detallar qué amenazas precisas se ciernen sobre esas personas”. (Como escribe Lautréamont al final de sus Cantos de Maldoror: “Si no me creen, ¡Vayan a ver!).
Introduzco ahora el nombre de Karl Kraus, el ironista vienés de fin del siglo XIX (no porque tenga que ver con lo que vengo diciendo, sino para que haya un nombre propio y facilitar a los editores encontrar una imagen con que ilustrar esta columna). O tal vez sí tenga que ver. Todos recordamos sus agudos aforismos sobre el periodismo, como “el periodista es la única profesión que quien la ejerce se educa en público”, y otros por el estilo. Pero ahora es tiempo, ya no de ironizar sobre la figura individual del periodista, sino de reflexionar críticamente sobre las grandes corporaciones mediáticas y sus funcionamientos, no tan diferentes al poder político que pretenden cuestionar.