El trazo es preciso, perfilado en los extremos de la hilera con el detalle ceñido de una intervención quirúrgica. Pulso firme, serena la procesión, el patrón se reproduce: unas van (sin nada), otras vienen (con la carga). Desde hace seis días y sus noches me detengo en el camino zanjado en la hierba fresca que se extiende unos veinte metros desde el arbusto descolado por intervención de las bestias extractivistas, hasta el complejo vecinal enconado que si no detengo cuanto antes (ya, luego de trenzar estas oraciones) adquirirá dimensiones totalitarias. Con movimiento elástico deposito el rostro a escasas sílabas del estupor. Lo sabemos de memoria: ejemplo de tenacidad, esfuerzo y organización, las hormigas cargan hasta cincuenta veces su peso por prepotencia de la mandíbula. Ajá, ¿y?
La primera vez que escuché el áspero término mirmecofobia ostentaba el cabello acortinado sobre la espalda, estudiaba en la universidad y abrazaba la Revolución Cubana. Algunos episodios de ansiedad, que junto a la necesidad de evitar los lugares donde pudiera haber hormigas, fueron arrinconándome hacia el diagnóstico. Digámoslo de este modo: entonces la sola aparición de un ejemplar suponía la inmediata irrupción en mi organismo de un miedo irracional, desproporcionado a la manifestación del estímulo. El pánico sentido generaba una elevada percepción de efervescencia fisiológica, siendo habitual la sudoración, temblores, hiperventilación también (nunca taquicardia, uf) y dilatadas alteraciones gastrointestinales como náuseas y vómitos.
El médico clínico (cabellera bien alimentada, uñas taladas), para tranquilizarme, me aseguraba que mi padecimiento no resultaba gran cosa; en algunas situaciones –metió sus ojos en los míos y repitió “en algunas situaciones”– puede llevar al paciente a desatar conductas verdaderamente peligrosas, como prenderse fuego para esquivar así el contacto con las hormigas. De allí en más, las pesadillas se multiplicaron por años. El trip tóxico por consultorios e institutos se clausuró al encontrarme de frente a la sabiduría del Dr. V. G., especialista en fobias florecidas, sobre todo por situaciones aversivas vinculadas al elemento, en este caso las hormigas. Su apuesta, la herramienta para combatir el dolor que me tironeaba, operaba como eslabón de un rasti flexible en el marco de la teoría de la preparación de Seligman, que expresa que el miedo (pánico) a ciertas especies animales fecunda en el desarrollo mismo de la evolución humana, que reconoce ciertas alertas al momento de enfrentar situaciones (consideradas) extremas.
Como sea, con la denominada terapia de exposición (presentar de manera gradual al paciente al estímulo temido: desde una primera y ¿simple? contemplación a distancia, hasta interactuar de forma corporal con el elemento), sin necesidad de aplicar reestructuración cognitiva regada con psicofármacos, tan solo al hundir la mirada en el abismo sin temor a sumergirme en lo insondable, en menos de un año superé la fobia. Con el tiempo perdí pelo, pasión por las gestas revolucionarias y en lugar de la mirmecofobia brotó una obsesión criminal por el exterminio. Rociador insecticida, cebo con veneno, la solución casera: hojas de laurel, vinagre y agua, harina de maíz, jugo de limón, arroz, ajo y agua, granos de café, y así. La porción beligerante que hay en mí experimenta estados de verdadera excitación. Tomo nota: aprovecharé el feriado de mañana para emplear un nuevo método acercado por el Dr. V.G.: con un palazo desplumar el hormiguero para nutrirlo con kerosene y darle candela. El Dr. V. G. sabe que la batalla contra las hormigas está perdida, solo pretende, con estos gestos, fertilizar la porción sensible que anida en mí.