Hace un par de años, una conocida de larga data que vive en Francia me comentó que había tenido un romance con un urbanista muy prestigioso, llamémoslo Ferdinand X. El señor, entrado en años, pero aún de buena estampa, solía adobar el vínculo escribiéndole mails donde le recordaba los paseos y las actividades compartidas. Además, conservaba la donosura y la estirpe de los caballeros de antaño, y la llamaba por su nombre y apellido. Estilo: “Mi querida (digamos) Aldonza Lorenzo, no dejo de recordar la hermosa mañana que pasamos antier, paseando por la orilla del Sena, desayunando luego en el Café de la Paix unos exquisitos croissants, y más tarde, tomados de la mano…”, etcétera etcétera.
Mi conocida me decía que en el cotejo no había quien supiera como él ser fino y delicado, cultivar los secretos de la pasión, mantener el interés de una dama. Confieso que la enumeración de las virtudes ajenas tiende a fastidiarme, y yo daba por hecho que tanto mérito enmascaraba impotencia e hipocresía. Uno siempre se equivoca al acertar, o viceversa. Un día, mi conocida me contó furiosa que la pasada semana había recibido el condigno mail que refrescaba los dichos y hechos del último encuentro… Pero el encabezamiento iba dirigido a otra mujer, a quien ella conocía. Mi conocida se comunicó con la otra y al chequear descubrieron que el caballero no sólo mantenía relaciones paralelas, sino idénticas rutinas, por lo que redactaron y le enviaron un mail donde lo mandaban a la mierda a dúo. La senilidad (o la mera confusión) arruinó el orbe del urbanista.