Acaso fue un error haber convertido al deporte en la principal usina generadora de sentimientos nacionales. Es cierto que otros pilares tradicionalmente decisivos en esa función parecen vacilar, o bien quebrarse, en el tiempo que nos toca. Del campo, por ejemplo, ya no sabemos si es la Patria o si son los vendepatria. En la escuela los estudiantes prenden fuego la cabeza de sus profesoras. En el Ejército argentino se cree menos, después de la guerra que librara contra su propia población.
Se entiende entonces que se haya derivado tanto hacia el deporte la tarea primordial de fabricar valores patrios. No importan las derrotas, porque existe pese a todo una épica para los vencidos. Es tan argentino el cabezazo que Orteguita le propinara a Van der Saar en 1998 como los tres penales que Martín Palermo acertara a fallar, uno tras otro, en una Copa América. Es tan argentino el talento destellante del Mago Coria como la inexplicable inutilidad, la constante defección, de ese mismo talento destellante. Y el reciente fervor colectivo por la gesta mundial de los Pumas, sin que ello comportara el más mínimo interés en el rugby, supuso una verdadera epifanía de patriotismo.
Claro que ahora, por lo que sabemos, incluso ese frente compacto se quiebra. ¿Qué es lo que más quieren los futbolistas argentinos? ¿Cuál es el sueño de sus vidas? Ser italianos. No ir a jugar a Italia, cosa que en última instancia es también muy argentina (el tópico de la exportación nacional de talentos), sino tener sangre italiana. Ni siquiera hacerse italianos, sino serlo.
Todo un ciclo de historia nacional se revierte de esta forma. Después de haber nacionalizado el cocoliche, después de haber absorbido italianidad con un Minguito Tinguitella, con un Pappo Napolitano, con las comedias domingueras de Darío Vittori, con los trinos peninsulares de un Nicola di Bari, viene ahora a pasarnos esto. Los últimos paladines de la épica nacional pretenden italianismo. Según parece, fueron fraguados para ello pasaportes rapiditos y algunas ramas genealógicas. Quizás intentaban decirnos así que no hay ninguna identidad que no sea finalmente fraguada.
Identidad fraguada
Acaso fue un error haber convertido al deporte en la principal usina generadora de sentimientos nacionales. Es cierto que otros pilares tradicionalmente decisivos en esa función parecen vacilar, o bien quebrarse, en el tiempo que nos toca. Del campo, por ejemplo, ya no sabemos si es la Patria o si son los vendepatria. En la escuela los estudiantes prenden fuego la cabeza de sus profesoras. En el Ejército argentino se cree menos, después de la guerra que librara contra su propia población.