A diferencia de otras elecciones en las que solo una izquierda marxista basaba sus propuestas en construcciones filosóficas globales, las de noviembre pasado mostraron varias ligadas al liberalismo económico. Sin embargo, el apoyo ciudadano recibido no alcanza para convertirlas en un factor de poder, lo que no hace más que reiterar lo que viene ocurriendo en nuestro país desde hace mucho.
Tanto el marxismo (en repetidas votaciones) como Alsogaray (en 1989) nunca llegaron al 10% de los votos. Pero a diferencia del marxismo, que no repunta, el liberalismo económico parece estar en ascenso. Sin embargo, para que este último se consolide deberá encontrar una estrategia que le permita superar una traba que es producto de una cultura política que considera al Estado como garante de los derechos y aspiraciones de las mayorías ciudadanas.
Cultura forjada a partir de experiencias relacionadas con un modelo económico de sustitución de importaciones que quedó obsoleto allá por los 70. Hasta entonces, nuestro país aparecía como una sociedad con empleo, salarios dignos, atención aceptable de la salud y una educación pública de calidad, a lo que sumaba una posibilidad cierta de movilidad social ascendente. Visión que se mantuvo en el imaginario colectivo aun cuando los servicios se fueron deteriorando a niveles insospechados, el tamaño del Estado se tornó elefantiásico e ineficiente, el crecimiento económico se estancó y la pobreza alcanzó a la mitad de los argentinos.
La supervivencia de esos valores culturales señala que toda estrategia que ponga el acento en el achicamiento del Estado (y más si se habla de suprimirlo) corre el riesgo de ser entendida por aquellas mayorías como un intento de dejarlos sin protección, y de ahí su no acompañamiento electoral. Los éxitos económicos y sociales de un Estado como el actual de China pueden fortalecer esa cultura, aun cuando el mismo acepte el aporte de capital privado y muestre serios déficits en el reconocimiento de libertades individuales. Por otra parte, la idea de un mundo idílico sin Estado es algo no fácil de procesar, debiendo recordarse que en el caso de Marx lo planteaba en un devenir histórico que sería posible con la llegada a una sociedad sin clases sociales.
Es cierto que en los 90, ante el fuerte deterioro de los servicios básicos prestados por el Estado durante el gobierno radical de 1983-89, las mayorías dejaron de lado su “estatismo bobo” y apoyaron las reformas impulsadas por Menem. Lo que permite pensar que ese cambio puede repetirse, dado que el desempeño del Estado ha empeorado significativamente y ha llegado a límites de ineficiencia y corrupción nunca vistos antes. Esto es así. Pero para que las mayorías acepten los cambios en el Estado parece imprescindible ganarse la confianza de las mismas, cosa que hasta ahora aparece como patrimonio del peronismo.
Todo indica que cualquier intento por llegar al poder con el voto ciudadano debe sumar las propuestas de fondo, mensajes y apelaciones que ayuden a “creer” que no se trata de dejarlos indefensos, sino que, por el contrario, se busca construir un nuevo Estado que sustituya al actual, ineficiente, corrupto, al servicio de los apetitos de una casta política que lo usa para atender a su clientela y su bienestar, lleno de privilegios, con el resultado de malos servicios pese a los cuantiosos gastos de la política. Un Estado que se ocupe de lo esencial, dando libertad a la creatividad de la sociedad civil, y que garantice la no existencia de privilegios y de excluidos. Un Estado que además no se olvide de producir la riqueza que se quiere distribuir, para lo que debe atraer inversiones privadas creadoras de empleo digno bien remunerado y fuente de recursos impositivos que termine con el déficit fiscal sin postergar servicios de calidad.
Esta perspectiva debiera primar en todas aquellas fuerzas políticas que busquen superar la crisis del presente, postergando sus diferencias de largo plazo.
*Sociólogo.