El populismo no es un sistema de gobierno, sino una forma deejercer el poder y de conducir los destinos de una Nación, de la que pueden valerse tanto los autócratas como los gobernantes democráticos.
El que encabezan “los Fernández” (Alberto sosteniendo el bastón de mando y portando la banda presidencial, y Cristina marcando el rumbo y tomando decisiones desde el Senado), es un gobierno con legitimidad democrática de origen (es decir, elegido por el pueblo), pero con un marcado sentido antirrepublicano propio de los autócratas.
Para un populista que gobierna en un sistema democrático, solo son legítimos los gobernantes elegidos a través del sufragio y les resulta incómodo todo aquello que funciona de modo independiente, como por ejemplo la Justicia, los fiscales y los periodistas.
Poder controlar esas voluntades es, para un gobernante populista, una verdadera obsesión; y en el caso de la Justicia, este gobierno, con la impronta de Cristina Fernández, lanza en forma permanente proyectos destinados a domesticarla. Los ejemplos sobran: cuestionar fallos adversos, pretender ampliar la cantidad de miembros de la Corte, proponer que el Congreso controle el desempeño de los jueces, duplicar innecesariamente la cantidad de juzgados federales en lo penal para poder designar jueces domesticables, propiciar un procedimiento más sencillo para designar al jefe de los Fiscales, y ahora proponer que los jueces duren en su cargo un tiempo limitado, cuando en la inamovilidad de los magistrados se asienta la independencia del Poder Judicial, y por lo tanto el sistema republicano.
Los errores jurídicos y constitucionales en los que el Presidente ha incurrido dirigiéndose a estudiantes de derecho, ponen al descubierto al menos dos hipótesis: o nos encontramos frente a un plan sistemático destinado a acorralar a los jueces y reducirlos a un “servicio de justicia” (tal como lo propició el filósofo kirchnerista Mempo Giardinelli), o estamos ante un primer mandatario que ignora el contenido de Ley Fundamental cuya observancia juró hacer cumplir cuando asumió el cargo.
Decir con toda ligereza, que para la Constitución Nacional el Presidente, el vice, los legisladores y los ministros duran en sus cargos mientras tengan buena conducta, es una aberración injustificable, porque todos ellos tienen un período limitado que cumplir según la Ley Suprema, al cabo de los cuales, con buena o mala conducta, deben dejar el cargo (salvo que medie reelección popular). En cambio, los jueces solo tienen un límite para seguir en el cargo: desempeñarse bien. En todo caso, aún con buen desempeño, si quieren seguir en el cargo después de los 75 años, deben lograr que el Presidente los vuelva a nombrar y que el Senado vuelva a brindarles el acuerdo. Pero si lo logran y mantienen un buen desempeño, pueden sostener su cargo de por vida.
Tampoco es adecuada la comparación con el Procurador General (jefe de los fiscales), porque si bien tiene inamovilidad en su cargo, es porque así lo dispone la ley del Ministerio Público, y no por imperativo constitucional, como sí ocurre con los jueces. Si el Presidente pretende limitar la duración de los cargos de los magistrados, tiene que proponer una reforma constitucional. Ocultarlo es engañar, o desconocer la Carta Magna. Ambos supuestos son graves.
Alberto Fernández se ha ido mimetizando, con el transcurrir de su pésima gestión, con quien realmente tiene el poder (la presidenta del Senado); el problema es que no representa una versión original del populismo kirchnerista, sino una desdibujada copia. Ya lo ha reconocido cuando en un reciente acto público en el que compartía estrado con “ella”, reconoció lo difícil que es hablar después de que previamente lo hiciera Cristina.
Esta simbiosis imperfecta coloca al Presidente en el papel de Cámpora o de Lastiri respecto de Perón, y por lo tanto, por una mediocre premeditación o por una supina e indisimulable ignorancia, este gobierno se inscribe entre las cinco peores gestiones constitucionales que hayamos tenido que sufrir en la Argentina. En ese quinteto están las gestiones de la actual vicepresidenta, pero al menos tiene algo en su favor: sabe qué quiere y adónde va. El otro Fernández necesita brújula, sostén y libreto. Le han escondido la brújula, Cristina ya no lo sostiene tanto, y ensaya lamentables libretos cada día, poniendo más en evidencia su desconcierto.
*Abogado Constitucionalista. Prof. de Derecho Constitucional UBA.