La Presidenta, los ideólogos de Carta Abierta y los voceros políticos del kirchnerismo han concentrado sus ataques en la Justicia y la prensa, subrayando una u otra según las coyunturas. Como ejercicio de memoria, quiero recordar el modo en que Richard Nixon fue acusado de espionaje por el Washington Post y la eficacia que tuvo esa denuncia para preservar la credibilidad del sistema presidencial estadounidense.
El caso argentino es menos nítido porque son menos nítidos sus protagonistas. Durante estos años, relevantes miembros del Poder Judicial han estado bajo sospecha (muchas de esas sospechas enteramente fundadas) y el periodismo ha sido acusado de ser parte de una ininterrumpida ofensiva para derrocar al Gobierno. Los dos casos son muy diferentes. Sin embargo, para darle alguna perspectiva a la confusión presente, vale la pena recordar el Watergate (en cuyo transcurso no se dijeron del Washington Post los insultos que aquí recibieron los medios considerados de oposición).
En abril de 1972, el Post publicó una noticia en tapa: “Los agentes del FBI han llegado a la conclusión de que las escuchas en el edificio Watergate formaban parte de una campaña de espionaje político y sabotaje realizado a favor de la reelección de Nixon por funcionarios de la Casa Blanca… Una extendida campaña secreta tenía como objetivo desacreditar a los candidatos demócratas y sembrar confusión en sus campañas; seguir a los miembros de la familia de los candidatos demócratas; armar dossiers con sus vidas privadas; falsificar cartas y distribuirlas bajo el membrete de las candidatos; apoderarse de archivos estratégicos de la campaña e investigar la vida de sus empleados”. Copio la cita de A Good Life, memorias de Ben Bradlee, director del diario.
Pese a la investigación de Bernstein y Woodward, los dos periodistas del Washington Post, Nixon ganó las elecciones de noviembre de 1972 por un margen inusual. Voceros del gobierno les advirtieron a los periodistas del Post que no cejarían hasta enterrar el diario. Esto, en Estados Unidos, aunque sea dicho en privado, equivale a guerra nuclear sin bandera blanca. En una frase inolvidable, Ben Bradlee recuerda: “El aire estaba lleno de mentiras; y el jefe de los mentirosos era el presidente Nixon”. En los meses siguientes, uno de los dos periodistas del caso Watergate recibió información que comenzaba con una amenaza: “La vida de todos está en peligro”.
Las cosas se le complicaron a Nixon cuando descubrió que grababa sus propias conversaciones telefónicas, autoproduciendo un registro de centenares de horas de llamadas. Una de esas cintas grabadas dejó en claro que Nixon no sólo conocía sino que dirigió el espionaje a los políticos del Partido Demócrata. Fue el final.
Los periodistas Bernstein y Woodward eran capaces (como dice Bradlee en sus memorias) de hacer la misma pregunta a cincuenta personas diferentes o de repetir cincuenta veces una idéntica pregunta a la misma persona. La tenacidad y la persistencia no son atributos menores del periodismo. No asustarse. No retroceder. Parecen cualidades simples, pero están sostenidas por el coraje. También deberían ser cualidades de la Justicia.
Manto de dudas. Los argentinos, innovadores al fin, dudamos de la Justicia con un escepticismo que muchos consideran merecido. Hace pocas horas nos enteramos de que el fiscal Gerardo Pollicita imputó a Cristina Kirchner tomando la denuncia del fiscal Nisman. Lo primero que hice fue ir a los datos sobre fiscales publicados por Horacio Verbitsky en Página/12 el domingo pasado. Sobre Pollicita, afirmaba: “Es el fiscal que cerró la causa abierta por la denuncia de Gustavo Beliz contra Antonio Stiuso, en una resolución en la que no se privó de llamar irresponsable al ex ministro”. Seguramente Verbitsky no tardará en revelar otras manchas en su curriculum, como lo ha hecho con los que considera enemigos. Pero, hasta hoy, es todo lo que dijo quien tiene sistematizados los antecedentes del Poder Judicial cuyas acciones puedan afectar al Gobierno.
No vivimos en Estados Unidos. La democracia argentina es blanda y agrietada al mismo tiempo. La Presidenta, con sus discursos, no ha contribuido a su fortalecimiento sino a la puesta en cuestión de todo recurso institucional que, en su caprichosa perspectiva, amenace su poder. Pero, más allá de su incompetencia democrática, está la democracia misma.
Aníbal Fernández dice que imputar a la Presidenta es una maniobra de desestabilización. La imputación confirmaría el “golpe blando” al que el Gobierno se refiere sin dar precisiones.
Los ciudadanos quedamos frente a un dilema: ¿preferimos llegar como sea a las elecciones de octubre? ¿O sólo sería posible llegar a ese día si la Justicia hace lo que debe hacer y un fiscal pide las pruebas que conciernen a una denuncia? ¿Es preferible postergar sin fecha esa denuncia con la idea de que el kirchnerismo no tiene candidato de su sangre y que el desprestigio de la Presidenta le impedirá seguir siendo la líder de su causa? ¿Implica esto una especie de anticipada ley de olvido si ganan políticos que no se comprometen a investigar a fondo? ¿Puede ser reactivada la denuncia de Nisman, si hoy no fuera tomada por un fiscal? Y, sobre todo, ¿debe prevalecer la ética de la responsabilidad (y tener en vista las consecuencias de los actos) o la ética de los principios (y mantenerlos pese a las posibles consecuencias)?
Nunca creí que la ciudadanía democrática implicaba un saber extenso y profundo en cuestiones penales y procesales. Hoy estoy revisando esa ingenua creencia.