COLUMNISTAS
delito, violencia y regreso del que se vayan todos

Incapaces de escuchar

El horror en los tiempos de cólera encendió las alarmas sociales. Los vecinos enardecidos de Valentín Alsina intentaron linchar a dos funcionarios del Estado que llegaron con la intención de ayudar a los familiares de la víctima de un asesinato brutal. Y a cambio recibieron una paliza que de milagro no terminó con la muerte de quienes en medio del drama encarnaban la ley y la autoridad.

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El horror en los tiempos de cólera encendió las alarmas sociales. Los vecinos enardecidos de Valentín Alsina intentaron linchar a dos funcionarios del Estado que llegaron con la intención de ayudar a los familiares de la víctima de un asesinato brutal. Y a cambio recibieron una paliza que de milagro no terminó con la muerte de quienes en medio del drama encarnaban la ley y la autoridad. Se agredió, además, a un par de policías y se dañaron patrulleros. Quien quiera oír que oiga. Ciudadanos comunes y silvestres, no encuadrados partidariamente, cantaron: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, como en el momento de mayor descomposición de 2001. En forma espontánea se estructuró un pequeño tsunami de repudio social que con el correr de las horas se fue transformando en movilización popular. “Que se vayan todos” es la utópica consigna que grandes grupos utilizaron en su momento y utilizan ahora para decir algo más profundo: que la agenda del Gobierno y de casi toda la dirigencia política va por un lado y las preocupaciones y necesidades de la sociedad van por otro. Forzar las normas y jugar al límite del reglamento como hacen los Kirchner produce una lenta pero inexorable erosión institucional que agiganta el abismo que existe entre los ciudadanos de a pie y los gobernantes. No es gratis en términos de credibilidad apostar al vale todo. Se instala una sospecha muy grande que iguala a todos para abajo y esa señal se disemina por toda la pirámide social.
Cada que vez aparecía un micrófono, los protagonistas se dirigían agresivamente hacia la presidenta Cristina Kirchner, al gobernador Daniel Scioli y al intendente de Lanús, Darío Díaz Perez, con reclamos contra la impunidad de los criminales y la inimputabilidad de los menores. Algún familiar no se conformó ni con la pena de muerte y pidió que al asesino de Daniel Capristo lo cortaran en pedacitos y lo mutilaran. Facundo, el hijo de la víctima, se preguntó ante la concurrencia qué debería pasar para que cambien las leyes y se contestó: “Que maten a algún famoso, como el hijo de la Presidenta”. Un cartel casero de cartulina y marcador decía lo que muchos decían: “Cristina, vos dormís trankila (SIC) porque tenés custodia que te paga el pueblo”. Apareció todo el repertorio de frases instaladas para estas circunstancias terribles, del estilo: “Entran por una puerta y salen por la otra”. Pero hay una frase que es especialmente lacerante para todos los que pelearon para recuperar la democracia de las garras de la dictadura: “¿Para quién son los derechos humanos? Para los delincuentes”. Este concepto merece en sí mismo un análisis más profundo, porque admite múltiples aproximaciones pero todas con consecuencias nefastas.
Una vertiente que contribuyó a consolidar esa idea en el presunto lenguaje de sentido común proviene de aquellos nostálgicos del terrorismo de Estado que siguen la guerra como continuación de la política por otros medios.
Estos grupos reaccionarios con ánimos de venganza no tienen la masividad ni la potencia suficiente para lograr estos resultados por sí mismos. Necesitan cierta predisposición de un sector de la opinión pública a comprar ese pensamiento y adoptarlo como propio.
Ese terreno fértil para el autoritarismo evidentemente existe y reconocerlo debería ser el primer paso para tratar de extirpar sus motivaciones. Tal vez haya que buscar algunas razones en la mezcla de sobreactuación que hizo el matrimonio Kirchner al proclamarse hijos de las Madres de Plaza de Mayo con la ausencia absoluta de la palabra inseguridad durante los cuatro años del primer gobierno de Néstor. No es la primera vez que se dice que Néstor Kirchner, como la mayoría de los seres humanos, alardea de lo que carece. No movió un dedo por el tema de los derechos humanos cuando las papas quemaban y ahora quiere pagar sus culpas inventándose a sí mismo como un gran luchador. Con la inseguridad, que es la preocupación social más importante que existe según todas las encuestas, ocurrió algo similar: no dijeron ni hicieron nada y ahora quieren ponerse a la cabeza de todo. Primero, el matrimonio copresidencial apostó a su torpeza negacionista preferida: lo que no se publica ni se nombra, no existe. Hay que hacer un trabajo de arqueología para encontrar alguna referencia al drama de la inseguridad en los discursos y en las acciones concretas de los Kirchner. En los últimos tiempos, la realidad los llevó por delante y los obligó a cambiar ese comportamiento. Primero tímidamente, Cristina habló del tema poniendo el eje en que con trabajo, educación y justicia social se combate la inseguridad. Algo absolutamente obvio desde lo estratégico. La incógnita es qué hacer ahora, en el mientras tanto. Después comenzaron algunos anuncios de compras de patrulleros, chalecos antibalas y otros pertrechos. Y en los últimos tiempos tanto Cristina como Néstor empezaron a sacarse las culpas de encima y ponerlas afuera. Los chivos expiatorios que encontraron fueron los jueces y los legisladores. Cristina sorprendió en su momento con eso de que “los policías detienen y detienen y los jueces liberan y liberan”, y Néstor cada vez que pudo les reclamó a los jueces y fiscales que se pusieran los pantalones largos. El jueves, en el acto de San Miguel, el nivel de hipocresía de Néstor Kirchner superó todos los límites. Dijo que el Congreso de la Nación es el que debe aprobar una ley penal del menor. Lo pasó como una factura a los legisladores. Pero todo el mundo sabe que en el Parlamento hay varios proyectos buenos que fueron cajoneados eternamente por la falta de interés de los Kirchner en tratarlos. Y está varias veces probado que, hasta ahora, cada vez que el Poder Ejecutivo dio la orden de sacar una ley, el kirchnerismo hizo pesar el número y cumplió a rajatabla con lo pedido.
En ese mismo discurso, el jefe de la jefa del Estado volvió a apuntarle a la Justicia. Dijo que no se explicaba cómo estaba libre el asesino de Daniel Capristo con los antecedentes violentos que tenía. Y les pidió a los jueces que procedan como se debe, porque “el que mata debe ser condenado, tenga la edad que tenga”. Muchas veces Kirchner no tiene conciencia de lo que pueden despertar las palabras de alguien que está en la cima del poder. Se maneja con mucha irresponsabilidad al disparar contra la Justicia apenas horas después de que los vecinos de Valentín Alsina, convertidos en turba, casi matan con sus propias manos a un fiscal y al secretario de Seguridad. Kirchner no debe echar más leña al fuego como acostumbra. Sería terrible que esa forma de lavarse las manos acusando a la Justicia terminara incitando a familiares angustiados y fuera de sí a que cometan alguna locura criminal.
“Negación y verticalismo” podría ser el nombre chicanero de una línea interna integrada por el matrimonio Kirchner. La forma en la que desautorizaron a sus senadores con un llamado telefónico desde el dormitorio de la Quinta de Olivos fue un papelón que no merecían sus fieles soldados.
Convirtieron a Miguel Angel Pichetto en un experto en tragar sapos y en defender lo indefendible. El dengue es un drama que hay que combatir con los mejores instrumentos legales y sanitarios. No es algo que deba ocultarse. Todo lo contrario, la información hasta la saturación es la principal arma que tiene el Estado en esa batalla.
Estos comportamientos autodestructivos y mandones son los que hacen que muchos dirigentes o sectores vayan tomando cada vez más distancia de los Kirchner. La Unión Industrial, con su cambio de autoridad, es un ejemplo. Y el caso más rimbombante fue, sin dudas, el de Santiago Montoya, quien expresó lo que Daniel Scioli siente y a veces comenta en la intimidad: “Los Kirchner han perdido parte de la capacidad de escuchar a la sociedad, a los líderes opositores y a los distintos sectores sociales y productivos del pais”. Este diagnóstico es acertado, pero nada novedoso. Es el reclamo básico que les hacen casi todos los que huyen del barco kirchnerista. Y la respuesta, en lugar de fomentar una mínima corrección o alguna autocrítica, es siempre la misma: ninguneo y revanchismo. Montoya no es un francotirador que andaba repartiendo declaraciones críticas de su propio gobierno. Era un funcionario honesto y eficiente que por su tarea caminó las calles y que por futbolero hincha de Belgrano suele percibir los humores sociales, porque en la cancha no hay vidrios polarizados ni entornos que pasteuricen las críticas. Después de lo que Montoya dijo y de su renuncia de ayer, es un gran candidato a enemigo de los Kirchner. Daniel Scioli entregó su cabeza por presión, pero si finalmente se convierte en el conductor del peronismo volverá a llamarlo a colaborar con él.
La semana pasada comentamos en detalle que si Daniel Scioli encabeza la lista de diputados y gana con amplitud sin Néstor Kirchner en las listas, automáticamente se convierte en la gran esperanza blanca de los caudillos del peronismo bonaerense que se van a encolumnar tras su figura aun riesgo de romper con Néstor Kirchner, como hizo Montoya.
Los problemas que Kirchner tiene para las próximas elecciones son de la misma magnitud que los de la oposición. La diferencia es que el santacruceño tiene que atajar los penales en la curva descendente y la oposición tiene crisis de crecimiento. Por eso hay tanta confusión en las candidaturas. Por culpa de su alianza con Aldo Rico, entre otras contradicciones, Kirchner perdió a referentes de sectores de izquierda como Jorge Ceballos, Humberto Tumini, Martín Sabbatella o Miguel Bonasso. Sin embargo, temblaba ante la posibilidad de que la cara pintada de Rico o la cara bonita de su hija María del Carmen apareciera en alguna foto con él. Movió cielo y tierra para que no fueran al acto en el distrito en el que Rico es presidente del Partido Justicialista. Néstor no quiere la foto pero Carlos Kunkel sigue su acuerdo con Rico porque quieren sus votos que, según parece, son muchos en San Miguel. ¿Cuál es el mensaje ideológico? ¿Quién puede entender dos intenciones claramente antagónicas? ¿Qué le produce más costos?
Preguntas muy similares se hacen los principales líderes opositores. La democracia de candidatos o los partidos casi unipersonales son una complicación extra a la hora de ofrecerse a la sociedad como superación del kirchnerismo. Elisa Carrió todavía no pudo salir del todo del laberinto en el que la metió la casi segura candidatura de Gabriela Michetti. Por un lado se arriesga a perder en su distrito fundacional y, por el otro, si no compite desde la primera línea corre el peligro de que radicales y cobistas vayan en otras listas. Rodolfo Terragno, por ejemplo, con su prestigio intelectual podría ser segundo en la lista detrás de Carrió. Pero jamás detrás de Alfonso Prat Gay, que no convoca multitudes.
Todo esto ocurre por la ausencia de partidos políticos modernos que funcionen con eficiencia y preparen cuadros cada vez más sólidos. No hay vida democrática ni meritocracia en las actuales agrupaciones. Esa es una asignatura pendiente del sistema. Porque de lo contrario pasa lo que sucede ahora. Los candidatos se eligen a dedo y por la arbitrariedad de la figura central. ¿Quién decidió que Prat Gay vaya como número uno? ¿Lilita y cuántos más? ¿Quién resolvió empujar a Michetti y hacerla pagar costos políticos por incumplir su contrato electoral? ¿Macri y cuántos más? A los Kirchner les pasa lo mismo. Tienen que repetir y hacer rotar a los mismos candidatos o inventar el esperpento de las candidaturas testimoniales porque no tienen militantes de lujo para ofrecer. Porque son desconfiados y no los dejan hacerse conocidos o porque quieren controlar hasta el último suspiro o porque mientras no haya partidos funcionando siempre estará revuelto el río que produce la ganancia de pescadores caudillos como Kirchner o carismáticos como Carrió.
En el peronismo PRO disidente las cosas tampoco funcionan con la fluidez necesaria a 75 días de las elecciones. Todavía no encontraron la forma organizativa de salir de cierta lentitud paquidérmica a la hora de fijar opiniones y tomar posición, aunque el tema de las candidaturas está casi resuelto. Su principal problema es disimular entre sus filas el regreso de algunos muertos vivos que tienen un gran desprestigio social y que son piantavotos. Su principal solución parece ser la contratación de los servicios creativos y publicitarios de Ramiro Agulla, un distinto de la comunicación política. El spot de Francisco de Narváez donde habla de Casa Tía y de sus hijos es una pieza para analizar por su clima simple y profundo.
Termina diciendo que hay alguien nuevo en la política. Y aparecen tres letras blancas sobre toda la pantalla negra: vos.
Felipe Solá está entusiasmado con algunas consignas que estuvo peloteando con Agulla. Una dice: se quedó cuando todos se querían ir –y van imágenes de 2001–. Y la siguiente dice: se fue cuando todos se querían quedar –y aparece Carlos Kunkel insultando en Diputados a Solá–.
Siempre hay que tener en cuenta que la propaganda, como decía David Ratto, “hace conocer más rápido a un producto, pero si el producto es malo lo que se hace conocer más rápido es que ese producto es malo”. En política, la información y la comunicación son ciencias auxiliares.
El corazón de un proyecto es su contenido y no su contiente. Son las verdades que un candidato proclama, la sintonía que logra con los humores y demandas ciudadanas, la capacidad de expresar ideas y soluciones concretas y la credibilidad que muestra su trayectoria.
Todos los políticos deberían saberlo. Y nadie debería olvidar lo que pasó en Valentín Alsina. El horror y las alarmas sociales. Los fantasmas de 2001 metieron la cola como el diablo.
A los que miren para otro lado, que Dios y la Patria se lo demanden.