Lenguaje inclusivo o excluyente es uno de los más interesantes temas para el debate profundo en las sociedades contemporáneas, en particular aquellas que emplean lengua española o similares de origen latino. Como aporte a los lectores de PERFIL, sugiero prestar especial atención a ese tema sin caer en simplismos, en exageraciones o interpretaciones solo basadas en posturas ideológicas extremas: las de quienes pretenden mantener el estado actual de la lengua sin siquiera prestar atención a los cambios de hecho que se vienen produciendo (es decir, aplicando manu militari la estructura lingüística conservadora que aún sostiene la Real Academia Española); y las de los sectores que plantean imponer sus criterios opuestos, demonizando a quienes no los comparten por ideología o por el momento en curso.
En estos días, las disposiciones oficiales que tienden a imponer el llamado lenguaje inclusivo en la esfera del Gobierno (o gobiernos, sean de la jurisdicción que sean) permiten actualizar el debate y seguirlo a partir de definiciones reflexivas, postura que nutre más que hacerlo a partir de consignas y ucases. Es necesario considerar que cada vez que imposiciones verticales, surgidas desde el poder, intentaron modificar o limitar la lengua de los pueblos, el fracaso fue la respuesta, más tarde o más temprano. La gente seguía cantando los tangos con letras prohibidas durante las décadas del 30 y el 40; las palabras Perón, peronismo y derivadas condenadas por el golpe de 1955 y los regímenes posteriores (de facto o democráticos) mantuvieron su presencia hasta hoy y se resignificaron con el paso de los años; el esperanto, creado por un hombre y generalizado para relaciones internacionales, nunca se instaló en el habla de los pueblos; las prohibiciones de la dictadura 1976-1983 no hicieron mella en la mayoría de los argentinos.
De igual modo, no aparece como saludable el aferrarse a los preceptos tradicionales (y convencionales) ni resulta grato recibir el anatema de quienes fanatizan la cuestión hasta extremos poco soportables. Es muy interesante lo que definió el escritor Martín Kohan, metido de cabeza en la polémica, porque su mirada (que comparto en gran medida) propone mantener la cabeza abierta y no jibarizada a favor de una u otra postura extrema: “La duda que yo tengo con el lenguaje inclusivo es que cobra una forma de norma. No necesariamente que quienes lo impulsan nos obliguen a hablarlo; no tiene un carácter obligatorio porque, además, no habría manera de implementar esa obligatoriedad. Pero sí como una decisión a priori, con una carga ideológica o moral que, en parte, en eso sí yo podría adherir, que es que no haya discriminación. Pero hay algo como del ‘deber ser´’ exterior a la dinámica del uso: se está intentando que esa modalidad traspase al uso; no se gestó en el uso. (...) Mi argumento es otro, no es del orden de la conservación, no es del orden de la preservación del lenguaje porque lo que estoy diciendo va exactamente en la dirección contraria: el lenguaje lo pienso siempre en estado de transformación y en una condición dinámica, pero esa dinámica tiene que provenir del uso y traspasar la norma. (...) Las transformaciones gramaticales son las más difíciles de registrar en la lengua, porque la lengua es muy compleja. Entonces, una alteración gramatical mueve una cantidad de piezas. (…) A nivel lexical, ‘femicidio’ es una palabra que captó extraordinariamente que había un matiz de discriminación patriarcal en llamar ‘homicidio’ cuando había muerto una mujer. Y eso se incorporó inmediatamente, porque efectivamente es algo que traspasa al uso, casi que nace del uso. Y decimos con toda fluidez ‘femicidio’ porque ya nos resulta brusco decir ‘homicidio’ cuando se trata de una mujer. En cambio, pasa algo con la ’x’ y con la ‘e’ que no termina de fluir; y me parece que no termina de fluir porque no forma parte de la dinámica del uso”.
Queda abierta la discusión en el vasto mundo de los lectores de PERFIL. Continuará.