“Con la democracia se come, se cura y se educa”, la consigna de campaña que una y otra vez el candidato Raúl Alfonsín repetía en 1983 durante su épica transición al gobierno solo se comparaba con la invitación al rezo laico de la enunciación del Preámbulo que hacía entonar a la multitud. Pero la misma frase, que podría considerarse como fundante de la resurrección democrática argentina, también patentó la desilusión por los resultados que el mismo Alfonsín graficaba seis años después, cuando admitía que su gobierno no supo, no pudo o no quiso conseguir otros resultados. Quizás la mirada simplista, la utopía cívica parecía animar a que las soluciones vendrían casi por añadidura la plena vigencia de la Constitución. La hiperinflación de 1989, con su consecuente caída en los ingresos, desempleo y en medio de conflictos docentes y de la salud, obligaba a revisar que el fracaso económico de su gestión opacaba incluso sus logros institucionales.
No fue la primera vez que una iniciativa grandilocuente se terminaba diluyendo. Ya en 1973 José B. Gelbard, el empresario vinculado al PC local y a la CGE nombrado ministro de Economía por Héctor Cámpora y ratificado luego por el mismo Perón, se animaba a un plan de “inflación cero”. Terminó en el Rodrigazo, primer atisbo de hiperinflación argentina en la historia moderna. El objetivo era el que el público quería escuchar, luego de un lustro de inflación que socavaba el poder adquisitivo pero que estaba lejos de los niveles actuales.
También Mauricio Macri se envalentonó con otro indicador, estableciendo un desafío para su propio gobierno: “pobreza cero”. Cuatro años más tarde, en el mejor de los casos entregará la banda presidencial con el mismo número o quizás hasta empeorado. Un fracaso. La iniciativa recogía la preocupación registrada por los alto índices de pobreza estructural que fueron elevándose en cada crisis en las últimas cuatro décadas. Pero quizás el entusiasmo o la ignorancia jugaron una mala pasada: donde debía decirse “indigencia cero” se cambió por un objetivo que ni los países nórdicos se animan a pronunciar.
La última jugada de Alberto Fernández parece querer transitar el camino de los grandes objetivos nacionales. Montado sobre el estupor que producen los problemas de mala alimentación en un país en el que abundan los recursos naturales y tecnológicos para producirlos, prefirió la convocatoria a un Consejo Federal Argentina contra el Hambre, una suerte de observatorio para orientar las políticas que el futuro gobierno podría encarar para combatir el flagelo. Además de las personalidades fulgurantes que rodearon el lanzamiento del organismo, también asistieron empresarios y sindicalistas ligados a la cadena de valor de la producción y distribución de alimentos, pero también técnicos que, como Agustín Salvia (director del Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la UCA), realizan desde casi dos décadas la engorrosa tarea de fundar en cifras las mediciones para orientar las acciones contra la pobreza.
Es decir, la historia reciente demuestra que la sola enunciación de un objetivo compartido no es suficiente para poder cumplirlo. Hace falta un plan que considere la multiplicidad de aspectos interrelacionados que en su dinámica erradican la idea de una solución unívoca para afrontarlos con éxito. Muchas veces los resultados son el fruto de una hoja de ruta establecida con realismo y conocimiento de los mecanismos sociales que producen las anomalías y la persistencia en el enfoque a pesar del juego para la tribuna que tanto gusta a la cultura política de la épica de corto plazo.
En otros cuatro años, el gobierno entrante podrá decir si aprendió la lección o insistió en el cortoplacismo de sus antecesores. Mientras tanto, la invitación de monitorear está formulada.