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autoimputaciones

Indios, salvajes y ladrones

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No hace falta ser un alma bella para sentirse repugnado o harto por el espectáculo de idiocia, soberbia, autismo y violencia, en principio verbal, que proporciona la clase política argentina. Para esta clase, el otro es el infierno (el infierno es el problema central de toda Iglesia, y no Dios, porque su existencia como principio opositor niega la omnipotencia o la perversidad divina). Pero aun más que eso, el otro, las acciones del otro, el que no comulga con la fe propia se ha convertido en la execración que debería ser extirpada: el mal que aún persiste. En ese punto, coinciden el oficialismo y la oposición. Uno pretende encarnar un bien eterno en nombre de un inexplícito y eterno proyecto que durará sea cual fuere el resultado de las elecciones, el otro se propone como el bien futuro que lanzará a los cielos del desarrollo del país –globos mediante–, apenas triunfe por sobre el ciclo del mal reinante. La figura del desaparecido que impuso Videla como nombre y como práctica no deja de asomar como práctica verbal: el decir del otro debe ser aniquilado. Esta modalidad, que asomó su faz siniestra en los programas de televisión durante el menemismo, durante el cual los funcionarios de gobierno chicaneaban al otro mientras liquidaban a precio vil los bienes del Estado, ahora tiene su florecimiento inédito en programas como Intratables, donde panelistas e invitados se homogeneizan en el estilo canalla de hablar para hacer trastabillar cualquier palabra que no sea la propia, es decir la de su jefe o empleador.

Naturalmente, la conversación y la política son ejercicios guerreros como cualquier otro, a la altura de los que se practican en el resto de los ámbitos de la vida, básicamente en el trabajo y el matrimonio. Pero cualquier guerra supone la existencia del adversario y la posibilidad de llegar a algún acuerdo, luego de dirimir la cuestión de quién ha resultado triunfador. Si se quita la posibilidad de existencia a ese adversario, el problema del aniquilador es que no encuentra con quién sostener su enfrentamiento y, sostenido en pose de combate, comienza a desarrollar una lucha fantasmal. Beatriz Rojkés de Alperovich tendrá razón o no en adjudicar el triunfo en Tucumán a sus candidatos, pero su defensa adopta la forma más ingenua y peligrosa del racismo (“Los tucumanos no somos indios ni salvajes ni ladrones”) y termina siendo una autoimputación.