Basta un sencillo análisis estadístico para probar que la pedofilia –ese flagelo que amenaza las finanzas de la Iglesia con demandas en no menos de dos mil despachos judiciales del mundo occidental– no es causada por el celibato de los sacerdotes, aunque la tasa de pedófilos entre laicos célibes nunca sea tan alarmante como entre curas. El mito del celibato –y de los estigmas a él asociados, la castidad y/o la soltería– es tributario del mito machista y seminal de la descarga del Antiguo Testamento que culmina, con una leve sofisticación, en las tesis sobre la “energía libidinal” del Dr. Freud. Habrá que recordar que el onanismo de Onán que movió al Dios de los judíos (y padre del Salvador), a fulminarlo con su rayo divino no era el onanismo tal como lo practicamos. El pecado de Onán fue desobedecer la ley de darle hijos a la viuda de su hermano y aprovecharse de esta herencia fraterna, copular “arrojando sus semillas a la tierra”, según se cuenta en Génesis/38, inaugurando así la eficiente práctica que nosotros reconocemos como “acabar afuera”. La prohibición de aquel “onanismo” apuntaba a fortalecer la familia y a promover varones de relevo para sus trabajadores y soldados, y fue reformulada por la Iglesia Romana en la temprana Edad Media, aplicándola al combate contra la masturbación, deporte nacional de todos los pueblos y de muchos columnistas de PERFIL. En fuentes tan antiguas como Clemente de Alejandría y San Jerónimo, que escribieron hacia final del Impero, se funda la proscripción del preservativo, que tantas vidas suele salvar. Este y otros tantos falsos dogmas son los factores que convierten a la Iglesia en una institución donde prima el ridículo y el sinsentido. Y cuando alguien tolera tanto ridículo se vuelve un hipócrita proclive a la pedofilia y a toda clase de perversiones mal practicadas, puesto que las hay bien y delicadamente practicables. Consta que este Papa no es pedófilo, lo que no excluye que pueda llegar a ser hasta cosas peores. Ahora cuentan que ha dicho que la pobreza en la Argentina es un escándalo, como si estuviese conjurado con el demonio para ocultar la evidencia de que el escándalo es la riqueza, no sólo por su insatisfactoria distribución, sino por su propia naturaleza de “becerro de oro” adorado como meta colectiva de una sociedad que quiere crecer para ser como las tan admiradas que han crecido. Nadie querrá entenderme: a mí me han acusado de apoyar al Papa por compartir con Roma el repudio al aborto. Ojalá alguien a mi derecha o a mi izquierda llegue a comprender que la aceptación del crimen prenatal es otro síntoma del mismo mal que funda la sed de crecer y la escandalosa riqueza.