En mayo de 1987 pasé con mi mujer unos días en Moscú, entonces capital de la Unión Soviética. Eramos parte de la multitud de turistas que llegaban a la ciudad gracias a los vuelos baratos de Aeroflot, que incluían una estadía paga a la espera del avión que los depositara un Europa occidental. Era el principio de la perestroika y resultaba difícil darse cuenta de que algo estaba cambiando. La rigidez en el aeropuerto, el chofer espía, el gesto hostil de cada empleado del hotel debían estar allí desde los tiempos de Stalin. El mercado negro a la vista de todo el mundo y una nube de adolescentes en la plaza roja, desesperados por las zapatillas y las remeras de marca de los visitantes, eran las únicas señales en sentido contrario.
Fue tal vez aquel recuerdo el que me llevó a leer El viaje, un libro de Sergio Pitol que narra una visita a la URSS de Gorbachov un año antes, que incluyó Moscú, Leningrado, Ucrania y Georgia. Pitol descubre que lo que está ocurriendo es mucho más profundo, no sólo de lo que forasteros absolutos como nosotros podíamos apreciar, sino de lo que informaban las agencias de noticias y los organismos de inteligencia occidentales, que creían presenciar un simple giro gatopardista y sin consecuencias. Claro que Pitol no era un simple turista sino el embajador mexicano en Checoslovaquia y conocía cabalmente el país. Pitol es parte de una vieja tradición latinoamericana, la del artista-diplomático, muy común en Chile (Neruda, Edwards) y, sobre todo, en México donde no sólo Amado Nervo, Alfonso Reyes y Octavio Paz representaron a su país en su momento, sino también Carlos Fuentes y Juan Villoro en épocas más recientes.
Pitol, que nació en 1933 y ganó el premio Cervantes en 2005, tuvo una larga carrera diplomática –de 1960 a 1988– que incluyó la agregaduría cultural en Roma, Belgrado, Varsovia, París, Pekín, Budapest, Moscú y Barcelona. En esos años escribió varias novelas y tradujo a Conrad, Austen, Nabokov, James, Lowry, Chéjov y Gombrowikcz, entre otros. Al mismo tiempo, desarrolló un gran interés por la literatura rusa, desde Pushkin hasta la era soviética. Las páginas más brillantes de El viaje son las que narran la historia de la poeta Marina Tsvietáieva y la truculenta tragedia que terminó en su suicidio. El lector imagina en Pitol a un circunspecto diplomático mexicano, menos apasionado por su discreta vida sexual que por los tormentos del alma rusa en todas sus épocas. El viaje, un libro que combina la crónica con el ensayo y la ficción, es también el relato de la génesis de Domar a la divina garza, la novela que Pitol escribirá a continuación inspirado en las teorías de Bajtin, la obra de Gogol y la cultura georgiana de los excrementos.
En medio de la lectura de Pitol, pasan por casa Laura Crespi y Francisco Garamona, responsables de la editorial Mansalva. Nos traen Los libros de la guerra, una enorme recopilación de artículos de Rodolfo Fogwill que acaba de aparecer. Mientras conversamos, hojeo el libro y descubro que, en el primer artículo, Fogwill cuenta que está en la cárcel, preso por un delito común. Unas páginas más adelante, informa que lee poquísimos libros. Me divierte mucho el contraste entre el mundo Pitol y el mundo Fogwill, entre un escritor al que le gusta encapsular su vida en la respetabilidad del literato y otro que prefiere dar de sí mismo la imagen del reo. En un momento de la charla, surge el nombre de un escritor argentino que declara preferir a Nabokov entre todos sus colegas. Garamona protesta contra la herejía y, después de citar a Lamborghini y Aira, pronuncia una frase memorable: “Hay que cultivar nuestras propias tradiciones”. Fascista, le digo para provocarlo, pero no se inmuta. Me ilumino y comprendo que la literatura argentina, desde El matadero hasta hoy, parte de la premisa de que nuestros infiernos son los únicos infiernos de primera categoría. Los rusos son de palo.