COLUMNISTAS

Ingredientes

|

Un dato melancólico de la discusión doméstica es que la Argentina está denodadamente resuelta a ser como era hace sesenta años. Aquellos tiempos del peronismo son evocados hoy en diversas capillas y poderes como esencia de un pasado mitológicamente feliz al que se quiere retornar.
Se habla de volver a un 50/50 en la distribución de la riqueza nacional que se le atribuye a Perón, así como de restaurar la red ferroviaria que él heredó y luego nacionalizó. Si bien se mira, tanto el kirchnerismo como sus críticos de la izquierda insisten en volver a marcadores y logros de otros momentos. Hasta en el debate por la educación, se evoca la realidad de hace décadas, a cuyos niveles de excelencia se pretende retornar.

Si se obvian los tamaños y las escalas, una discusión así es la que plantea un libro que viene haciendo furor en el mundo anglohablante: Civilization: The West and the Rest, de Niall Ferguson (Penguin Press), y que precisamente desmenuza los síntomas de decadencia en los Estados Unidos. Sus hallazgos son debatidos por Fareed Zakaria en un estupendo y movilizador ensayo (¿Han quedado atrás los mejores días de los Estados Unidos?) que publicó la revista Time el 14 de marzo último. Zakaria deduce que el libro de Ferguson ilumina un hecho doloroso: todo lo mejor que siguen exhibiendo los norteamericanos se diseñó y produjo hace muchas décadas, desde la infraestructura de autopistas hasta su educación pública de excelencia insuperable, desde su política de puertas abiertas a la inmigración, hasta el apoyo sistemático a la ciencia y la tecnología.

Las comparaciones son odiosas. El Dr. Ferguson no es un nostálgico de manual. A los 47 años (Escocia, 1964), enseña en las universidades de Harvard, Oxford y Stanford y ha publicado ya siete libros determinantes para comprender el ciclo de ascenso y descenso de las grandes metrópolis imperiales de Occidente.
No se maneja con eufemismos: Occidente ha sido un éxito, postula. Y es tan así que a la caída del imperio soviético lo que se ha visto en las últimas décadas es precisamente intentos desesperados de esos países, como por parte de China y todo el Asia, por emular la matriz del modelo capitalista al que se desprecia retóricamente en la agenda doméstica, pero al que se codicia con pasión.

En 1500, las futuras potencias imperiales de Europa controlaban el 10% de los territorios del mundo y generaban un poco más del 40% de la riqueza del planeta. A meses de la Primera Guerra Mundial, 1913, Occidente era casa matriz del 60% de los territorios, que en su conjunto producían casi el 80% de la riqueza del planeta.
No son circunloquios románticos, claro. No se está haciendo una apreciación desde la justicia social o la armonía étnica. Son mediciones crudas y descarnadas. Lo que Ferguson plantea con brutalidad es que a ese mundo vilipendiado, tal vez hoy envejecido, pero temido, respetado y próspero, le fue muy bien durante muchos siglos. Si no admitimos la falacia de imaginar que el fracaso de los otros se corresponde con el suceso de quienes fueron exitosos, no podremos entender que en las migraciones masivas las corrientes humanas viajan hacia tierras prósperas, buscando oportunidades, trabajo, riqueza, salud.

La Argentina fue un poderoso y atractivo paradigma que imantó durante décadas a europeos y sudamericanos. El núcleo de esa capacidad de convocatoria radica en gran medida en lo que Ferguson describe como los seis ingredientes mediante los cuales se entiende la hegemonía de economías, culturas y sociedades que optaron por ellos.

Enumerarlos puede parecer ingenuo o hasta infantil. Al fin y al cabo, las palabras no dejan de ser titulares desnudos y poco elocuentes. Pero lo que Ferguson homologa es un conjunto de valores convertidos en acciones por esas naciones y esas culturas, como quien despliega una morfología política y, al hacerlo, exhibe la arquitectura profunda de las sociedades.

Para este autor, lo que explica ese éxito son rasgos que, en su conjunto, nunca aislados, son comunes a esos casi cinco siglos de hegemonía planetaria. La ciencia es el primero de ellos, como territorio de logros sociales a partir de la adopción de firmes decisiones políticas (investigación y desarrollo enfatizados por estados y empresas). La medicina moderna es el segundo, como herramienta irrenunciable de prevención, salud pública y mejor y mayor calidad de vida. En el tercero de los rasgos ya se advierte por donde puede tener fisuras el disco rígido argentino: ética del trabajo, como concepción en la que el esfuerzo individual es esencial y sólo puede ser retribuido aquello que ha sido ganado legítimamente, réplica libresca del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

Abandonados o relegados, estos principios son indiscutibles incluso para quienes piensan que Occidente ha sido durante centurias equivalente a explotación, pillaje y codicia desinhibida. Ferguson complejiza el razonamiento cuando indica que los otros tres rasgos de ese sexteto de ingredientes son precisamente aquellos que el pensamiento marxiano, y luego el marxista-leninista, han despreciado o combatido. Ellos son el valor dinámico y transformador de la competencia, asumida como puja franca en variados sentidos, no sólo el económico, el derecho de propiedad como garantía irrenunciable de libertad, y (horror de los horrores) el consumo en una sociedad cuyos integrantes apetecen siempre mejores objetos.

Estas seis cláusulas sólo funcionan al unísono. Al debatir las tesis de Ferguson, The Economist singulariza esta frase de su libro: “Los capitalistas comprendieron lo que Marx pasó por alto: que los trabajadores también son consumidores. Por lo tanto, no tiene sentido tratar de pulverizar sus salarios a niveles de subsistencia”. Esta proposición equivale a asumir que la hoy desaparecida Unión Soviética construía misiles nucleares y cazabombarderos, pero los jeans eran horribles y los zapatos espantosos.