Casi al mismo tiempo que la Corte Suprema daba la vía libre para que los responsables de delitos de lesa humanidad puedan beneficiarse con la libertad vía el “2x1”, el juez entrerriano Carlos Rossi volvía a ponerse al frente de su despacho, concluida su licencia por estrés.
Rossi era un desconocido hasta que cobró notoriedad con el Caso Micaela y, apenas se supo que había dejado en libertad a quien luego fue violador y asesino de la chica, recibió un repudio generalizado y fue destinatario de más odios que el propio criminal. Hasta se lo recuerda más a él que al hombre que provocó la muerte. El espanto por el caso y la espantosa decisión del juez hizo que la sociedad toda condenara al magistrado sin demasiado margen para atenuantes. Fue un juicio exprés.
Rossi dejó libre a un asesino. La Corte le abrió la puerta a cientos de condenados por similares y aberrantes delitos, que además fueron cometidos desde el propio Estado. Pero uno y otros no son medidos por la sociedad con la misma vara que esa sociedad reclama a la hora de exigir igualdad ante la ley.
Mientras uno carga con toda la culpa, en el fallo del 2x1 las responsabilidades aparecen licuadas en el conjunto del tribunal. Al juez entrerriano no hay argumentación jurídica que lo rescate, a la jueza Highton se le concede el beneficio de la duda sobre los motivos que la hicieron cambiar su voto en pocos años. A uno le jugó en contra ser un ignoto, a los otros los defiende una trayectoria prestigiosa. A uno se lo presume de una negligencia perversa, a otros, equivocados intérpretes de la ley.
Siempre hay más de media biblioteca que justifica conclusiones jurídicas, y no se pretende aquí comparar los casos, ni sus circunstancias. Sí la forma en que la opinión pública los recibe, procesa y administra arbitrariamente la intolerancia. Lo de Rossi es indefendible, pero por revulsivo que suene, podría quedar reducido a un simple perejil si su injusticia reciente termina siendo más condenable que la de otros jueces.