Tal vez los diccionarios a nuestro alcance no ofrezcan expresión más apropiada que “desvelo” para darnos una imagen de aquellos momentos en que una inquietud, el recuerdo de un acontecimiento no del todo feliz, nos reclama o hiere justo cuando estamos dispuestos a que el velo del sueño nos cubra. Con suerte, el desvelo, el retiro de ese velo, será momentáneo: la inquietud persiste, pero el cansancio la vence; el acontecimiento capaz de desbordarnos, de entregarnos plenamente al abrazo de la angustia, de golpe se muestra rutinario y nimio, y entonces, finalmente, caemos en la dulce inconciencia, nos abandonamos.
Pero el insomnio es otra cosa: el insomnio es un desvelo pertinaz, una multiplicación, un programa de desvelos que no conoce el término de su funcionamiento, y que con la obstinación de los necios y de los idiotas no conoce su límite y nos conduce al precipicio de su causa.
El desvelo común y corriente, que todos padecemos luego de leer los diarios, discutir el precio de los alimentos y su relación ingrata con nuestras ganancias, escuchar a los profetas y agoreros que se solazan en pronosticar el apocalipsis de nuestra economía, nuestra política, nuestros recursos, nuestro continente, nuestro planeta y el universo (no hay animal más persuasivo que las ratas para aterrorizarnos con la amenaza del Big Crunch), termina asediado por la obstinación lógica de nuestro pensamiento. Queremos militar el optimismo y sus diversas teleologías, pero no están a nuestro alcance.
En cambio, el insomnio permuta esa certeza desvelada por la seguridad de que lo que nos ocurre u ocurrirá es invencible e infinito. El tiempo y el espacio y nuestro ser se convierten una masa inextricable, que hasta el rayo de la mayor lucidez no puede atravesar con auxilio de la evidencia. Pero aun en esos momentos, o más bien luego, cuando, habitados por la certeza retrospectiva de la repetición, nos decimos que vivimos y volveremos a vivir momentos como aquel, y que siempre, de alguna manera, podemos recuperar por fin el sueño, es entonces que el insomnio, desde la nube oscura del recuerdo, nos amenaza con su arma más aviesa y tal vez más letal: haciéndonos sospechar que los insomnios ya vividos no han sido más que las oleadas mansas que avisan de la promesa de un insomnio futuro, perfecto, la forma sin límites de extensión oceánica, donde trataremos de nadar, pero nos hundiremos.