COLUMNISTAS

Inspiración y deseos

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Como en el final de Molloy, es medianoche, la lluvia golpea sobre los cristales, estoy leyendo Quemar los días, de James Salter, un personalísimo autor yanqui que parece el doble real de Don Draper: por la elegancia de la prosa, por los lugares aristocráticos que describe, por su doble vida como piloto de caza que peleó en Corea y como escritor semisecreto de magníficas novelas, Juego y distracción, entre otras. Hay una frase, promediando el libro, cuando recuerda a un escritor amigo muy querido, que me emocionó y me puso a rememorar a todo lo que da. Escribe, cuando ve el cuerpo muerto de Irwing Shaw, su mentor: “Era una especie de campeón en posesión del título mundial”. La imagen de alguien que sobre el final de sus días aún daba pelea, se había ganado ese derecho. Rápidamente los nombres y las escenas se proyectan en la cabeza y el corazón: estoy con José Luis Mangieri –mi primer editor– tomando café y ginebra, es verano –como hoy– y estamos felices y hablando bajo la parra de su casa. Me cuenta sobre su juventud dorada en los años 60, sobre sus amores, sobre sus guerras. Lo escucho atentamente como escuchamos a esas personas que son un libro sobre los hombres, sobre la vida. Sé que es un momento construido como un terrón de azúcar de eternidad. Cuando encontramos a alguien cuya vida es netamente superior a la nuestra, lo que nos provoca es inspiración y deseos de estar a la altura de esa amistad. La vida no tiene ningún sentido, salvo cuando nos encontramos con estos gigantes. Son maestros cotidianos que están cerca de nosotros y que no necesitan ningún tipo de publicidad. Por lo general, la gente piensa en Nelson Mandela, pero no es necesario irse hasta Sudáfrica para encontrar a alguien de quien aprender: pienso en Mangieri, o en Julia, la mamá de mi mujer, a quien la dictadura le secuestró el marido y a pesar de eso es una potencia de vida, sin ningún tipo de rencor, alguien que vive dando servicio a los demás y que tantas veces me indicó el camino en esta selva oscura.
Como en el final de Molloy, no es medianoche, no llueve.