Al explorar la etapa en que la democracia hizo irrupción por primera vez en la Argentina, tal como ella fue vivida por intelectuales que, sin que esto pueda sorprender en nada, estaban vitalmente interesados por el lugar que esa democracia habría de reservarles en su vida pública, los paralelos entre ese pasado que se está volviendo remoto y este difícil presente parecen sugerirse por sí solos a cada paso. Precisamente por eso se hará necesario destacar, entre las muchas diferencias que apartan a los intelectuales argentinos de hoy de los del anteayer aquí evocado, una que quisiera subrayar especialmente, porque va a afectar de modo muy directo las modalidades de la exploración que ha de encararse.
Hoy los intelectuales viven en un mundo que ha descubierto que existe algo llamado “el campo intelectual”, han aprendido que a lo largo de su carrera acumulan y reinvierten un cierto capital cultural, han adquirido una noción más o menos precisa acerca de los modos con que las interpelaciones que formulan desde ese campo al público que aspiran a alcanzar deben enfrentarse a las que llegan a ese mismo
público desde otras esferas. Encuentran del todo natural terciar en las discusiones que desde el surgimiento de la llamada “sociología del conocimiento” no han dejado de arreciar en torno a esos temas, que los tocan de muy cerca, mientras que en
1910 o aun en 1930 esos mismos temas apenas empezaban a perfilarse, casi siempre en el contexto de debates centrados en otros, que afectaban menos directamente al intelectual que al mundo sobre el que ambicionaba ejercer influencia.
Esa diferencia con la situación presente tiene, entre muchas otras consecuencias, dos articularmente relevantes para la exploración que aquí se ha de emprender. La primera es que, puesto que esos intelectuales de anteayer no nos dicen con tanta frecuencia como los de hoy lo que quisiéramos saber acerca de sus reacciones frente a los
problemas que aquí nos interesan, se hará a menudo necesario inducirlas a partir de tomas de posición acerca de otros que sólo los rozan indirectamente, o aun a través de reveladoras modulaciones en su modo de interpelar a su público, que parecen a veces ser como el corolario práctico de una informulada toma de posición frente a los cambios que la democratización trajo consigo. La segunda consecuencia es aún más obvia.
Hasta que el entorno mismo en que vive el intelectual comenzó a ofrecerle a cada paso incitaciones para internarse en esos problemas, dichas incitaciones debían nacer de la esfera de sus preocupaciones más personales; no ha de sorprender entonces que los testimonios –directos o indirectos– que podemos recoger de esos intelectuales de anteayer provengan sobre todo de aquellos para quienes su lugar en la vida pública constituía en efecto una preocupación predominante.
Por fortuna, entre los testimonios (…) de los intelectuales (…), ese interés se torna a menudo obsesivo, alimentado como está por un egocentrismo en que resuenan a veces ecos del culte du moi que en algunos es así paradójico legado de una pasada simpatía anarquista, pero no parece necesitar de esa inspiración ni de ninguna otra para desplegarse con tan inocente complacencia que a menudo termina por ganar la sonriente simpatía de quien contempla esas efusiones a muchas décadas de distancia.
Ese egocentrismo es, desde luego, rasgo común a Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas y Alfredo Palacios, todos ellos intelectuales que ya habían establecido su firme presencia en la vida pública al abrirse el proceso democratizador (…).
Y ese egocentrismo, hay que agregar, hace de la condición de intelectual el rasgo esencial del yo a quien cada uno de ellos rinde culto.
Conviene tenerlo presente cada vez que oímos, en el prólogo que en 1916 Leopoldo Lugones antepuso a El payador, la evocación de “la plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos” había impugnado ruidosamente sus conferencias desde el escenario del teatro Odeón, donde había anticipado en 1913 la glorificación de José Hernández como el Homero de las
Pampas que ahora daba tema a su libro, y la de los “cómplices mulatos y sus sectarios mestizos” que trasladaron la misma protesta al debate literario. Cuando se invoca hoy ese pasaje de Lugones (o las invectivas contra sus rivales mulatos e inmigrantes que Manuel Gálvez incluyó en 1910 en El diario de Gabriel Quiroga) es habitualmente para buscar la huella de actitudes que se suponen también presentes entre quienes, sin compartir la vocación intelectual de Lugones o Gálvez, compartieron su condición de escasamente prósperos hidalgos de provincia. (…)
El lugar eminente que Lugones reivindica para sí no depende, en efecto, de ninguna posición social originaria adquirida; es el premio de su excelencia como intelectual: “Defiéndame […] lo que hago y no lo que digo. Las coplas de mi gaucho no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior”. La sociedad se reconfigura aquí como público, y si es todavía posible acotar dentro de ella una aristocracia; lo que certifica la pertenencia a ésta no es de nuevo un cierto origen social, sino la disposición a admirar a Lugones.
No quiere decirse con esto que Lugones no estableciera conexión alguna entre su específico afincamiento en la sociedad argentina y los no menos específicos valores desplegados tanto en su obra literaria cuanto en sus intervenciones públicas de argentino angustiado por el destino de su país.
Pero sí que en el triunfo del sufragio universal le alarmaba menos el desafío a la módica eminencia que su origen social le había asegurado en el marco de la república oligárquica que la insidiosa amenaza a aquella que de veras le interesaba: la del artista cuyo versátil talento le había ganado el derecho a que los mensajes con que ambicionaba orientar el rumbo de la nacionalidad fuesen escuchados con universal y respetuosa atención.
*Historiador. / Fragmento de su libro póstumo Las tormentas del mundo en el Río de la Plata (Siglo XXI Editores).