Todo proceso político significativo adopta e instala ideas que lo distinguen. A partir de la interpretación del populismo desarrollada por Ernesto Laclau en su conocida obra La razón populista, durante el período 2003-2015 se le dio a la democracia un marcado sentido plebiscitario, de notoria impronta personalista e incluso autoritaria. Esta cosmovisión, conjugada con la noción de “unanimismo” que plantean pensadores como Loris Zanatta y otros, prohijó algunas nociones que se impusieron, al menos temporariamente, en el campo intelectual y periodístico.
En 2008, en medio del conflicto por la implementación de la resolución 125 de retenciones móviles, el espacio Carta Abierta inventó el término “destituyente”. Este calificativo buscó equiparar a las entidades rurales que nuclean a los productores agropecuarios con una supuesta maquinaria política que, de acuerdo con la visión del grupo, pretendía el final anticipado del gobierno de Cristina Fernández. Según el planteo de sesgo conspirativo explicitado en aquel momento, ese plan era compartido también por algunos medios de comunicación.
Asimismo, en sintonía con una tensión ideológica que no supo de medias tintas, surgió el concepto de “la grieta”. Nacido desde la prensa, el rótulo puso en evidencia una realidad compleja y aparentemente novedosa. En primer lugar, reflejó la ausencia de tolerancia en la cultura política ciudadana. Al mismo tiempo dio rienda suelta a una nociva práctica periodística: la descalificación permanente entre colegas en función de la mirada sobre la realidad y la valoración del gobierno en ese momento en el poder. Así, la división entre “periodismo militante” versus “periodismo de las corporaciones” dio lugar a lo que Fernando Ruiz llamó “periodismo del odio”. La expresión, acuñada en el libro Guerras mediáticas, resume los efectos de la polarización y la consecuente incapacidad de los medios para llegar a un público que, como producto de esa confrontación, desconoce por completo.
Una reflexión se impone: la calidad informativa, traducida en la no negación de los hechos, supone el mayor acto de honestidad y coherencia. Desde esta premisa, entonces, la verdad objetiva constituye un imperativo categórico.
El presente del periodismo amerita una autocrítica sobre el permanente y reiterativo estado de opinión que reina por sobre la información concreta y veraz. En consecuencia, volver al ejercicio de preguntar, entender e intentar explicar los acontecimientos se torna imprescindible.
Emerge, por añadidura, un desafío medular: crear nuevos paradigmas. “La grieta”, en tanto supuesto parteaguas irreconciliable de la sociedad, no representa una novedad política. La expresión resume, por ejemplo, el núcleo discursivo del primer peronismo, bajo la antojadiza lógica “ellos o nosotros”. Surgido hace más de setenta años, este sistema binario fue potenciado por las minorías politizadas, una parte significativa del periodismo especializado y el ámbito académico.
Mientras tanto, como bien sostuvo Graciela Fernández Meijide en su discurso al aceptar su designación como ciudadana ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, la verdadera grieta, la que realmente hay que atender de manera prioritaria, es esa que mantiene a un tercio de la población bajo la línea de pobreza. El campo intelectual, entonces, enfrenta un reto significativo: repensar conceptos y elaborar nuevos esquemas analíticos que permitan entender el presente y, sobre todo, prever escenarios futuros en las diferentes áreas de la sociedad.
En suma: dejar de lado prácticas simplistas y desechar remanidos dispositivos argumentales permitirá fortalecer la democracia y nutrir el mundo de las ideas. A la luz de los hechos, intelectuales y periodistas tienen mucho por hacer.
*Comunicación Social (UNLP). Miembro del Club Político Argentino.