De a dos, de a varios, subidos a sufridas camionetas, los escuálidos miembros de la caravana de desesperados y aterrorizados, suben hacia el norte; constantemente maltratados (y exprimidos de sus ahorros) por los pasadores que los llevan hacia la costa: la de Libia, la del mismo mar que baña al Africa, al Oriente Cercano y a Europa. Ya en los arrabales de Trípoli, otros mercaderes de éxodos. Después de más exacciones (les piden entre 600 y mil euros), suben a las crujientes embarcaciones y, entonces sí, ponen la vista y el resto de su aliento en el horizonte oscilante de la última esperanza.
Sobre 219 mil que intentaron el trayecto en 2014, hubo 3.500 muertos. “Se está creando una tumba masiva en el Mediterráneo”, dijo Loris De Filippi (presidente italiano de Médicos sin Fronteras) quien está a diario a centímetros de quienes huyen de sus tierras y sus dolores para intentar llegar al lado del mundo que les mostró la televisión y les relatan los que cruzaron y sobreviven.
Cuando se hundió el Titanic, en abril de 1912 , el frío de los témpanos y la impericia sumada a la arrogancia provocaron 1.512 muertos; la noticia retumbó y retumba aún en el recuerdo occidental. La muerte de 750 náufragos en el canal de Sicilia el 19 de abril pasado ya salió de las planas.
La extinción de los infelices senegaleses, somalíes, sudaneses, libios, sirios o palestinos se va convirtiendo en una desgracia rutinaria más de las que se vienen sumando en el panorama global, y la Europa de Bruselas apenas reacciona triplicando el presupuesto para el programa Tritón, que se orienta preferentemente a detectar a las embarcaciones cargadas de desposeídos y a auxiliar a algunas que zozobran.
La presencia del Papa en Lampedusa y su exhortación emocionaron. Quizá recibir a un puñado de los más desdichados de los náufragos y darles cobijo, empleo y asilo en algunos de los numerosos conventos que, en Italia, gozan de extraterritorialidad, daría al Vaticano un relumbre de coherencia entre el mensaje celestial y la institución terrena.
Así y todo, el gesto de Francisco contrasta con la repulsión que suscita el artículo del diario The Sun de Londres (y de Rupert Murdoch), firmado por Katie Hopkins, quien trata a los inmigrantes de “cucarachas” y aboga por el empleo de cañoneras para detenerlos.Esta persona pone de ejemplo a Australia, país que tiene que resolver el problema de otros desdichados desesperados asiáticos, muchos indonesios ansiosos por desembarcar en el “paraíso” anglosajón de Oceanía.
Dice Hopkins de los australianos: “Ellos son como los británicos, pero con bolas (sic) de acero, cerebros prácticos, pequeños corazones y fenomenales buques patrulleros”.
En el año 1900, el káiser Guillermo II también compartía el sentido práctico de Hopkins, cuando a raíz de una huelga de tranviarios de Berlín, ordenó a sus tropas: “Cuando las tropas entren en acción, espero al menos quinientas muertes” (fatalities) (LRoBooks, Vol. 37, Nº 8). En la avanzada, Hopkins.
Muchos éxodos, por agua y por tierra, levantan nubes de dolor que corren por el horizonte circular de las noticias; la humanidad está ausente sin aviso. Léanse algunas cifras de refugiados en el mundo publicadas por el Acnur (Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados) y por el Banco Mundial. Siria: 3 millones (más de 6.500.000 desplazados de sus hogares); Sudán: 5.300.000 (fugitivos del genocidio de Darfur); Irak: 2 millones y 1.700.000 desplazados; Jordania: 2.700.000; Gaza y Ribera Oriental del Jordán: 2 millones. La cifra mundial de refugiados es en (2014) de 51.200.000.
Sería necesario crear una “Internacional de la Compasión”, “Brigadas Mundiales de Equidad”, “Secretariados de Distribución de Hermandad”. La juventud mundial podrá encontrar allí vórtices de entusiasmo que atraigan sus voluntades, relegados al ras de la vida por el agobio de las luciérnagas electrónicas, promesas de consumo, exaltaciones del individuo y llamadas constantes a la lucha dentro de una realidad cada vez más descrita como “desafío” antes que como promesa.
En este tipo de sentimientos debe inscribirse el 24 de abril de 2015. La memoria del atroz sudario armenio de 1915, que esa nación –junto a Rusia y Francia–recordó en Ereván, ojalá sepa inspirar el sentido de las conmemoraciones del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Nadie en este planeta tiene la primacía del dolor; no hay barreras fronterizas que separen los tormentos. Pero un genocidio está fuera de comparaciones, describe un agujero negro de la especie. Hay que mencionarlo y expulsarlo del futuro.
Sin embargo, el presidente Obama y el primer ministro Cameron fueron ambos silentes. Y enviaron a representantes menores a la ceremonia. Para Washington y Londres fue más importante no irritar al socio en la OTAN (Turquía) que llamar al crimen por su nombre.
Además, y el mismísimo día, el Reino Unido prefirió recordar la derrota de Gallipoli (Dardanelos) con una ceremonia de impresionante pompa –y escenografía a lo Cecil B. De Mille–, que ocurrió en el sitio mismo del drama, en presencia del heredero Carlos y el príncipe Harry, y de los primeros ministros de Australia y de Nueva Zelanda. Y del presidente Erdogan de Turquía, país vencedor de esa batalla. El maestro del agua, película protagonizada y dirigida (en su debut) por Russell Crowe, quien hace el papel de Joshua Connor, un australiano que viaja a Estambul para averiguar qué sucedió con sus tres hijos desaparecidos en el combate de Lone Pine durante la campaña de Gallipoli, nos lo recuerda en estos días.
Paradoja trágica: el mismo día de 1915 que comenzó el desembarco de las tropas británicas –mayoritariamente australianas y neocelandesas, los “Anzacs”– en los Dardanelos, se iniciaba el éxodo armenio. Meses después, la orden de retirada dada por Lord Kitchener redujo la catástrofe militar, si bien el Imperio Otomano perdió la guerra y los vencedores se repartieron los pedazos.
Allí están las simientes de conflictos de hoy, cuya solución no se encontrará en la repetición de los errores, sobre todo cuando vienen aderezados por dos demonios: el fanatismo religioso y la creencia en la excepcionalidad de una nación.