Con la completa autoridad que me da el tiempo para considerar de manera benevolente mis carencias y defectos, supe por los diarios que se cumplían cien años de algo relacionado con James Joyce, y mi atención por lo imperioso de la información impresa no llegó a reconocer si se trataba de los cien años de su nacimiento, su matrimonio, su muerte, o de la publicación o del comienzo de su escritura del Ulises, que parió su mano de orfebre de las dificultades.
Soy un lector no programático; su cuento Los muertos me parece extraordinario, pero nunca pude pasar de las primeras páginas de su Retrato del artista adolescente (mugen las vacas y me perdió como lector), y en cuanto al Ulises, ah, me atragantaba siempre con el melancólico y presuntuoso Stephen Dedalus. Pero la ocasión hace al relector, y estas vacaciones en San Javier (matorrales pinchudos, sequedad de las alturas, pisoteo de piedras flojas en el camino de los arroyos, bellos paisajes, sánguches de milanesa al lado de bucólicos lagos) me impulsaron al pago de una deuda, vaya uno a saber con quién.
Ningún gran descubrimiento (recién voy por la página 70), pero aparece Leopoldo Bloom y hay más riñón para morder luego de los devaneos del jesuita Dedalus y su escabroso sistema de remisiones culturales que son el deleite de los traductores afines a las notas. Como crónica de la lectura, esta es incompleta. Pero permítanme decir algo: le encontré la voz, una voz, al autor, por la vía de su álter ego Stephen. Y algo más. En sus frases tirando a breves y enrevesadas, donde la falta de comas intermedias arma pequeños laboratorios de mareo sintáctico (porque lo que no está se pone y se re-pone), hallé la materia o matriz o génesis de dos autores que sí me resultaron formativos. El increíble otro Joyce, Joyce Cary, tan irlandés como su precursor, y J.P. Donleavy, heredero de ambos. Lean, si consiguen, La boca del caballo y Cuento de hadas en Nueva York.